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Reflexión

¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?

¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?

Domingo 11.5.2025
 11:22
Lisandro Prieto Femenía
Lisandro Prieto Femenía

"La simulación no es lo que enmascara la realidad – la enmascara. La simulación suplanta a lo real mismo."

Baudrillard, Simulacros y simulación ,1981, p. 1

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil. Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana, pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente, amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real. Plataformas como YouTube y diversos juegos online, diseñados con una astuta ingeniería de la atención, generan en los infantes una adicción voraz, un secuestro de su foco cognitivo que los aísla progresivamente de la riqueza sensorial y emocional de su entorno inmediato. Esta inmersión constante en estímulos virtuales, a menudo carentes de la complejidad y el matiz de la realidad, erosiona su sensibilidad, embotando su capacidad de empatía y su percepción de las sutilezas del mundo que los rodea.

No debemos caer en la ingenuidad de pensar que esta problemática es una mera consecuencia del avance de la tecnología, sino que, como señala el filósofo Byung-Chul Han en su análisis de la sociedad del cansancio, vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde la hiperestimulación y la gratificación inmediata se erigen como valores supremos. Esta lógica se infiltra fácilmente en el diseño de los contenidos digitales dirigidos a la infancia, priorizando la adicción por sobre el desarrollo integral. También, tal y como advierte Sherry Turkle en su obra “Alone together”, la tecnología promete conexión mientras que al mismo tiempo conduce al aislamiento y a una disminución de la capacidad para la intimidad y la comprensión emocional profunda. Concretamente, Turkle sostiene que “hemos creado redes digitales que nos hacen sentir que estamos juntos, pero que en realidad nos están separando” (op. cit. 2011, p.18), indicando con ello que es preciso analizar con atención la desconexión de los seres humanos en general, pero los niños en particular, con su entorno real.

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La potencia adictiva de estos entornos virtuales radica justamente en su capacidad para liberar dopamina de manera constante y predecible, generando así un circuito de recompensa que atrapa la joven mente en un ciclo de búsqueda incesante de nuevas notificaciones, niveles superados o videos sugeridos. Esta dinámica, como explica el neurocientífico Michel Desmurget en su obra titulada “La fábrica de cretinos digitales”, tiene consecuencias directas en el desarrollo cerebral infantil, afectando la atención, la memoria, el lenguaje y las funciones ejecutivas. En este contexto, la sobreexposición a las pantallas, según Desmurget, no sólo no enriquece cognitivamente a los niños, sino que empobrece sus capacidades intelectuales y emocionales: “El cerebro de un niño no es el de un adulto en miniatura, y su extrema plasticidad lo hace particularmente vulnerable a las influencias del entorno, incluidas las pantallas” (op. cit. 2020, p. 78), remarcando con ello que la vulnerabilidad de las estructuras cerebrales en desarrollo se acentúa ante la invasión de estímulos digitales diseñados para la captación adictiva.

Incluso si nos remontamos a los padres del pensamiento occidental, como Platón en su diálogo “La República”, ya advertía sobre los peligros de una educación que no cultiva adecuadamente la sensibilidad y la razón. Aunque en un contexto totalmente diferente, la preocupación de Platón por la influencia de las narrativas y los estímulos en la formación del carácter resuena con la actual problemática de la exposición infantil a contenidos digitales no supervisados. Puntualmente, Platón argumentaba que “la educación musical es la más poderosa, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia el interior del alma y se apoderan de ella con la mayor fuerza, trayendo consigo la gracia y haciendo grácil el alma de aquel que ha sido educado” (Platón, La República, 401d-e). Si extrapolamos esta idea, podemos reflexionar sobre cómo la cacofonía de estímulos superficiales y la falta de armonía en los contenidos digitales pueden estar moldeando las almas jóvenes de manera poco grácil, achatando su capacidad de resonancia emocional profunda.

Imagen ilustrativa.

Filosóficamente hablando, también es fundamental establecer aquí el problema que se suscita ante la urgente necesidad de distinguir entre lo real y lo virtual desde la infancia. La reflexión sobre la naturaleza de la realidad y su distinción de la virtualidad es una debate filosófico que se remonta a los orígenes del pensamiento occidental. Pues bien, para la infancia actual, sumergida en mundos digitales cada vez más adictivos y seductores, esta distinción adquiere una necesidad de urgencia sin precedentes. La facilidad con la que los niños pueden transitar entre la inmediatez tangible de su entorno físico y la abstracción interactiva de las pantallas plantea interrogantes cruciales sobre su capacidad para discernir la naturaleza ontológica de cada uno y las implicaciones de esta confusión en su desarrollo sensible y cognitivo.

Recordemos brevemente a un clásico como Descartes, quien se planteó la cuestión de la certeza del mundo exterior y la posibilidad de la ilusión sensorial: su famoso “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”) establecía una base de certeza en la conciencia individual, pero abría la puerta a la duda sobre la realidad del mundo percibido a través de los sentidos. Pues bien, en el contexto actual esta duda se traslada a la experiencia virtual: ¿son las emociones experimentadas en videojuegos tan “reales” como las sentidas en una interacción cara a cara? ¿Son las consecuencias de las acciones en un mundo virtual tan significativas como las que tienen lugar en el mundo físico? Como siempre les dije a mis alumnos: a diferencia del Mario Bros, aquí se muere una sola vez y se vive una sola vez y, cuando la barra de salud decae, duele de verdad.

La filosofía nos invita a analizar críticamente la naturaleza de la experiencia en ambos dominios. La realidad, en su sentido más fundamental, se caracteriza por su tangibilidad, su resistencia a nuestra voluntad individual y sus consecuencias físicas y emocionales directas en nuestro ser y en el de los demás. Implica también la complejidad de las interacciones humanas no mediadas, la riqueza de los estímulos sensoriales que van más allá de lo visual y auditivo, y la necesidad de navegar por un mundo que no siempre se adapta a nuestros deseos y caprichos.

En contraste, la virtualidad, si bien genera experiencias intensas, es una construcción mediada por la tecnología. Sus reglas, sus límites y sus consecuencias son definidos por programadores y diseñadores con indicaciones muy claras. Aunque la inmersión puede ser profunda, existe una capa subyacente de artificialidad, una desconexión con las leyes físicas y las contingencias propias del mundo real. La gratificación instantánea, la posibilidad de reiniciar o deshacer errores, y la ausencia de las complejas señales no verbales de la comunicación humana terminan generando una percepción distorsionada de la causalidad, la responsabilidad y la empatía.

La confusión entre lo real y lo virtual en la infancia también tiene consecuencias significativas en el desarrollo social. La sobrevaloración de las interacciones virtuales en detrimento de las reales nos ha llevado a una disminución de las habilidades comunitarias, una dificultad para interpretar las emociones ajenas en contextos no mediados y una menor capacidad para afrontar la frustración y la complejidad de las relaciones interpersonales en el mundo en el que viven personas de carne y hueso. Por ello, es fundamental que desde una perspectiva filosófica y pedagógica, ayudemos a los niños a construir una comprensión sólida y diferenciada de ambos dominios, fomentando un equilibrio saludable entre la inmersión en el mundo digital y su conexión activa y sensible con la realidad que los rodea. Esta distinción no es sólo un ejercicio intelectual, sino que se trata de una necesidad crucial para preservar su capacidad de asombro, su empatía y su pleno desarrollo como seres humanos en un mundo cada vez más mediatizado por la tecnología.

Dicho todo esto, ha llegado el momento de señalar culpables y de analizar la omisión cómplice de familias y sistemas educativos. La responsabilidad de la precitada creciente insensibilización infantil no puede recaer únicamente en la idílica omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas. Por ello, es imperativo dirigir una crítica severa hacia el rol de lo que queda de lo que antes llamábamos “familia” y los sistemas educativos, ambos cómplices silenciosos, ya sea por ignorancia, negligencia o por la internalización acrítica de los “beneficios” de la digitalización temprana.

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Muchas familias, presionadas por las demandas laborales y la falta de tiempo, encuentran en las pantallas un recurso fácil para mantener a los niños “entretenidos”, sin dimensionar las consecuencias a largo plazo de esta delegación de la crianza a algoritmos y contenidos audiovisuales diseñados para la captación y el consumo. Esta delegación de responsabilidades, como argumenta el pedagogo Francesco Tonucci en su obra “Con ojos de niño” (2016), priva a los niños de experiencias vitales fundamentales para el desarrollo, a saber: el juego libre, la exploración del entorno natural, la interacción social sin mediaciones tecnológicas, el aburrimiento creativo que impulsa siempre a la imaginación. En sus palabras, “el niño necesita tocar, oler, probar, correr, caerse, lastimarse, levantarse. Necesita la experiencia directa para construir un pensamiento” (Tonucci, 2016). Con ello, y en pocas palabras, el autor nos está recordando la esencialidad de la experiencia sensorial directa en la construcción de un psiquismo sano y sensible.

Por otro lado, los sistemas educativos, atrapados en los curros de la retórica de la “innovación” y la “integración tecnológica”, no han sabido discernir críticamente entre el uso pedagógico significativo de las herramientas digitales y la mera incorporación acrítica de pantallas en el aula. En muchos casos, se prioriza la alfabetización digital instrumental por encima del cultivo de la sensibilidad, la reflexión crítica y la conexión con el mundo real. En su obra titulada “Tecnópolis”, Neil Postman señala que la adoración ciega y bruta a la tecnología puede llevarnos a una situación donde “la tecnología no es un mero instrumento, sino que se convierte en un ambiente total que moldea nuestra forma de pensar, sentir y actuar” (Postman, 1992, p. 49). Pues bien, esta advertencia nos viene al pelo para señalar la facilidad con la que los entornos digitales están moldeando la percepción y la sensibilidad de los niños.

Volviendo a los clásicos, el filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su obra “Emilio o De la educación”, ya abogaba por una educación que siguiera el ritmo de la naturaleza del niño y que lo mantuviera alejado de las influencias corruptoras de la sociedad artificial. Si bien su contexto era pre-digital, su énfasis en la importancia de la experiencia directa y el desarrollo de los sentidos como base del conocimiento resuena con la necesidad de proteger a la infancia de una inmersión prematura y acrítica en el mundo virtual. Rousseau sostuvo que “la educación del hombre comienza al nacer; antes de hablar, antes de entender, ya se instruye” (Rousseau, 1762, p. 37), remarcando con ello la importancia que tienen las primeras experiencias sensoriales, no con una pantalla, en la formación del individuo.

A esta altura, no alcanza con señalar la problemática y sus claros responsables. Es crucial, para concluir esta reflexión, abrir interrogantes que nos impulsen a la acción y a la búsqueda de alternativas. ¿Cómo podemos reeducar la mirada de las familias y los educadores para que prioricen el desarrollo integral de la infancia por encima de la comodidad de la pantalla? ¿Qué estrategias pedagógicas pueden contrarrestar la fuerza adictiva de los entornos virtuales y fomentar en los pequeños alumnos una conexión profunda y significativa con su entorno sensible? ¿Cómo podemos diseñar tecnologías y contenidos digitales que promuevan la curiosidad genuina, la creatividad y la empatía en lugar de la pasividad, la violencia y la insensibilización?

Las respuestas a estas preguntas no son sencillas y requieren de un abordaje multidisciplinar que involucre filósofos, pedagogos, psicólogos, neurocientíficos, diseñadores de tecnología, programadores y, fundamentalmente, a las propias familias y a los niños. Es imperativo repensar nuestro modelo de sociedad, donde la lógica de mercado y la híper-estimulación no sacrifiquen la riqueza de la experiencia infantil y la capacidad de asombro ante la belleza y la complejidad del mundo real.

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La insensibilización intencional de la infancia no es solo un problema individual, sino una crisis social global que exige una reflexión profunda y una acción colectiva urgente. Como sentenció el poeta T.S. Eliot, “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información? (Eliot, T. S., El Roque. Faber and Faber, 1934, p. 96). Esta pregunta debe interpelarnos directamente con el tipo de “información” y “conocimiento” que estamos transmitiendo a nuestros hijos a través de las pantallas y si realmente estamos cultivando la sabiduría y la sensibilidad que necesitan para florecer como seres humanos no idiotas. La pregunta final que debemos hacernos es: ¿qué tipo de seres humanos estamos permitiendo que se desarrollen en esta vorágine digital y qué futuro estamos construyendo para ellos y con ellos?

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