El perjurio es la acción de jurar en falso. Es también el delito que comete la persona que quebranta la fe jurada.
La adquisición del derecho de propiedad fue lo que convirtió al súbdito en ciudadano. Nada más progresista y humano que respirar y exhalar la libertad de ser, sin tutorías fundadas en míticos derechos divinos.
El perjurio es la acción de jurar en falso. Es también el delito que comete la persona que quebranta la fe jurada.
El Art. 93 de nuestra Constitución Nacional establece que "al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento, en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus creencias religiosas, de 'desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente (o vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina'."
A su vez, el Art. 67 estatuye: "Los senadores y diputados prestarán, en el acto de su incorporación, juramento de desempeñar debidamente el cargo, y de obrar en todo de conformidad a lo que prescribe esta Constitución."
Hasta aquí el valor moral y el deber legal que carga de sentido al juramento que presidente y vice, ministros y legisladores, deben prestar sobre la Ley Fundamental en la que están contenidos los principios y normas a los que deberán ajustar sus conductas durante el ejercicio de sus mandatos y asignaciones funcionales. Es un acto ritual que va más allá de las palabras y las gesticulaciones. Es la manifestación pública y solemne (aunque cada vez menos) de un compromiso de cumplimiento de lo que la ley manda, verbalizado ante el pueblo de la Nación, su mandante soberano a través del voto.
Pero como la experiencia histórica, y la frecuente interrupción de los ciclos institucionales lo aconsejaba, los convencionales del 94, con un nivel de representación política sin antecedentes en la gestación constitucional, fue más allá en el intento de evitar la pandémica labilidad de los compromisos.
Por eso, el Art. 36, Capítulo Segundo, "Nuevos derechos y Garantías", del texto reformado por la convención de 1994 dispone lo siguiente: "Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos.
Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas.
Tendrán las mismas sanciones quienes, como consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de esta Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán imprescriptibles.
Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo.
Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos públicos...".
El Art. 29, mencionado en la cláusula anterior, expresa: "El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria."
Queda claro entonces que todos quienes han jurado "observar y hacer observar fielmente la Constitución", incurren en flagrante perjurio cuando por acción u omisión, promueven o consienten la ruptura de normas constitucionales.
Es lo que ocurre a diario, por ejemplo, con la pasividad de algunos gobernantes y funcionarios -nacionales, provinciales y municipales- frente al expansivo fenómeno de la usurpación de tierras con la consiguiente violación del derecho de propiedad consagrado en el Art. 17 de nuestra Carta Magna.
Dice la norma: "La propiedad es inviolable, y ningún habitante de la Nación puede ser privado de ella, sino en virtud de sentencia fundada en ley. La expropiación por causa de utilidad pública, debe ser calificada por ley y previamente indemnizada… Todo autor o inventor es propietario exclusivo de su obra, invento o descubrimiento, por el término que le acuerde la ley. La confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal argentino. Ningún cuerpo armado puede hacer requisiciones, ni exigir auxilios de ninguna especie."
La importancia de la propiedad privada, que en algunos sectores ideológicos y de desposeídos es visto como una odiosa expresión del egoísmo humano, ha tenido relevancia estratégica en el logro de la dignidad de las personas y, también, en el desarrollo de las naciones modernas. Deriva de la inclusión del ciudadano a la vida política luego de las revoluciones contra las seculares monarquías absolutas (sin vínculo que las obligara respecto de las sociedades sobre las que reinaban por derivación de Dios y la historia), sintetizadas en la frase "El Estado soy yo (L'Etat c'est moi)" que pronunciara Luis XIV de Francia, denominado "el Rey Sol".
La adquisición del derecho de propiedad -física e intelectual- fue lo que convirtió al súbdito en ciudadano, de allí la sacralidad que le otorgan las constituciones liberales surgidas de la caída del antiguo régimen absolutista. Las nuevas cartas de derecho que reemplazan el poder omnímodo de los reyes arropan el derecho de propiedad como una extensión de la auto-apropiación de las personas luego de siglos de sometimiento al poder de la monarquía y sus asociadas castas nobles. Nada más progresista y humano, entonces, que respirar y exhalar la libertad de ser, sin tutorías fundadas en míticos derechos divinos. La propiedad no sólo "empoderó" a los ciudadanos, sino que fue la llave maestra del ciclo de mayor desarrollo de las sociedades en la historia de la humanidad.
Y lo sigue siendo, pese a sus imperfectas derivaciones, expresivas de la inevitable imperfección de los seres humanos. Es verdad que, al comienzo del proceso post-monárquico, la propiedad se convirtió en un factor de restricción democrática a través de la imposición de límites a la participación popular en la vida política mediante el uso de registros censitarios. Sólo podían participar en los comicios quienes tuvieran propiedad acreditada en censos poblacionales, situación que también podía incluir la obligación de saber leer y escribir. La lógica de esas restricciones se asentaba en criterios de responsabilidad, atribuidos sólo a quienes eran propietarios (y por lo tanto tenían bienes que resguardar) y a quienes podían comprender el sentido y el valor del sufragio. Pero durante el siglo XX estos obstáculos fueron removidos, incorporándose al juego democrático a todos los ciudadanos sin distinción de sexo, religión, pensamiento o condición. Y también la propiedad dejó de ser absoluta en los términos provenientes del Derecho Romano, que permitían su uso y abuso (Ius utendi et abutendi), tras incorporar concepciones modernas que impiden su destrucción o degradación abusiva e inútil, además de socialmente dañosa.
Por estas sucintas razones, incluidas las psicológicas, la propiedad, como bien de uso y goce, de producción y crédito, es personal, familiar y socialmente valiosa; y, por lo tanto, legalmente protegida. Así lo establece la Constitución Nacional, que rige la convivencia de los argentinos. Por eso, los gobernantes y funcionarios que activa o pasivamente permiten o alientan la violación de este derecho esencial, incurren en perjurio al vulnerar su juramento de respetar y hacer respetar la Constitución y las leyes derivadas de su letra y espíritu. Y, por cierto, en las consecuentes responsabilidades penales que, antes o después habrán de alcanzarlos.
En vez de avalar usurpaciones, de modo explícito o implícito, deberían pensar con seriedad en el diseño de programas habitacionales que progresivamente les abran a todos, la oportunidad de ser propietarios.
La adquisición del derecho de propiedad fue lo que convirtió al súbdito en ciudadano. Nada más progresista y humano que respirar y exhalar la libertad de ser, sin tutorías fundadas en míticos derechos divinos.
La propiedad no sólo "empoderó" a los ciudadanos, sino que fue la llave maestra del ciclo de mayor desarrollo de las sociedades en la historia de la humanidad.