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Crónicas de la historia (por Rogelio Alaniz)

Tormento, ejecución y muerte de Túpac Amaru

Tormento, ejecución y muerte de Túpac AmaruTormento, ejecución y muerte de Túpac Amaru

Miércoles 3.5.2017
 23:59

Por Rogelio Alaniz


Los caballos no pudieron descuartizarlo. Los señores y señoritas que contemplaban la fiesta en la Plaza de Armas del Cuzco estaban sinceramente enojados. Y no era para menos. El espectáculo anunciado para esa jornada del 18 de mayo de 1781 incluía el descuartizamiento de Túpac Amaru, pero su irrespetuosa fortaleza física impedía cumplir con el programa previsto. Los denodados esfuerzos de indios y mulatos montados sobre los caballos eran vanos. Túpac Amaru, según rezan las crónicas, era una gigantesca araña desparramada hacia los cuatro costados. Pero esa araña no se rompía.


Es verdad que el inca rebelde ya había sido sometido a tormentos y un rato antes de atarlo a los caballos le habían cortado la lengua, pero el momento culminante de la fiesta, el instante para el cual todos se habían preparado -desde las autoridades reales al obispo, desde los ricos y refinados comerciantes de Cuzco y Lima a los indios y mulatos serviles- era el descuartizamiento, placer que Túpac Amaru se empecinaba en negarles.


Fastidiado por tan imprevisto inconveniente, el juez ordenó que desatasen al reo y después llamó al verdugo para que procediera a decapitarlo. Claro, ese acto breve y filoso no era lo mismo que presenciar en vivo y en directo un agradable descuartizamiento, pero ya se sabe que en la vida no siempre las cosas salen como uno quiere.


Para colmo de males empezó a llover, motivo por el cual el Visitador dio por concluida la fiesta. La gente se retiró a sus domicilios muy molesta. Una vez más los funcionarios no cumplían con lo que habían prometido: un jubiloso y vistoso descuartizamiento. De todos modos, las autoridades no se durmieron en los laureles. El cuerpo armado de mulatos mantuvo por las dudas la vigilancia estricta sobre la ciudad, mientras diligentes verdugos concluían con su dulce faena de terminar de despedazar los cuerpos y enviar los miembros a las principales ciudades del virreinato, cosa que todos estén al tanto de la suerte que les aguardaba a quienes osaban desafiar al virrey, al rey y al obispo.


Ese viernes de mayo de 1781 fueron ejecutados los cabecillas de la rebelión indígena más audaz, más extendida y más peligrosa de la que se tuviera memoria en América. Éstos son los nombres de los que fueron, juntos con Túpac Amaru, asesinados en esa jubilosa jornada: Micaela Bastidas, su mujer; Hipólito Túpac Amaru, su hijo; Francisco Túpac Amaru, su tío; Antonio Bastidas, su cuñado; Tomasa Condemaita, cacica de Acos; Diego Verdejo, comandante; Andrés Castelo, coronel y Antonio Oblitas, el hombre que ejecutó al corregidor Arriaga.
Túpac Amaru no sólo fue ejecutado en los términos mencionados, sino que sus generosos y piadosos verdugos le dieron la oportunidad de presenciar la muerte de su esposa, su hijo y su cuñado. Y la salvaje carnicería fue precedida, con crucifijo, con todas las ceremonias religiosas del caso.


El responsable práctico de tan honorable y cristiana decisión fue el visitador general José Antonio de Areche. Un detalle lo pinta a este bizarro caballero de cuerpo entero. Después de firmar la orden de muerte y ordenar los tormentos, “muy de mañana confesó y comulgó la sagrada hostia por el alma de los que iban a ser ajusticiados”.


Micaela Bastidas, la mujer con la que el Inca se había casado en 1760, la que le dio tres y lo acompañó durante la rebelión peleando a su lado, la que sabiendo lo que le esperaba si fracasaba no vaciló en estar al lado de él, será ejecutada en el llamado “garrote vil”. Micaela entonces tenía 35 años. Era delgada, esbelta y los que la conocieron aseguraban que era sorprendentemente hermosa y decididamente inteligente.


Según las crónicas, Micaela subió al tablado y allí procedieron a cortarle la lengua. La escena era presenciada por su esposo y sus hijos. Después “se le dio garrote y padeció infinito, porque teniendo el cuello muy delicado no podía el torno ahogarla y fue menester que los verdugos, echándole lazo al cuello, tirando de una y otra parte y dándole patadas en el pecho y el estómago, la acabasen por matar”.


“Por la libertad de mi pueblo he renunciado a todo...” fueron las últimas palabras que se registran de Micaela. Las crónicas señalan que el público contempló la macabra faena en un silencio absoluto. Y fue en medio de ese silencio que se oyó un grito desgarrante, un grito de dolor y de odio, de terror y de espanto. Y cuando los diligentes y serviles mulatos corrieron hacia el lugar de donde había partido ese llanto decididamente irrespetuoso, se encontraron con el tercer hijo de Túpac y Micaela, de apenas 12 años de edad. La leyenda agrega que ese grito acompañó los sueños y las pesadillas de don Benito de la Mata Linares, el juez que interrogó, torturó y dictó las penas contra los rebeldes.


Como se podrá apreciar, ningún detalle de la fiesta popular quedó librado al azar. Los rebeldes debían presenciar la ejecución de sus compañeros; el padre debía mirar cómo era asesinado su hijo; la madre debía contemplar el tormento de su marido; los hijos estaban obligados a mirar “con los ojos abiertos” cómo eran asesinados sus padres. Y cuando alguno de ellos miraba para otro lado o cerraba los ojos, los mulatos los obligaban a seguir mirando.


Los historiadores se preguntan hasta el día de hoy por qué las condenas fueron tan atroces. Las reivindicaciones de Túpac Amaru en un primer momento fueron moderadas, al punto que los españoles decidieron luego aplicar muchas de ellas. Por ejemplo, los corregidores perdieron los privilegios, el trabajo en los obrajes fue reformado, los sistemas de explotación más duros fueron corregidos, para administrar con más eficacia la justicia, se crearon las Audiencias.


Está claro entonces que lo que se reprimió con saña fue la rebeldía. En la plaza del Cuzco, hubo una ejecución y una advertencia. Se dice que el rey Carlos III no estuvo enterado de las detalles de la ejecución, una ignorancia que no habla a favor de su inocencia sino todo lo contrario. Es que a un Borbón la ejecución de ocho o nueve indios zaparrastrosos no tienen por qué hacerle perder su regio sueño.


Tiempo después algunos funcionarios se preguntarán por qué Túpac Amaru fue sometido al descuartizamiento, una condena que había sido derogada de la legislación positiva hacía más de un siglo. No se sabe con certeza si estas investigaciones avanzaron, pero lo cierto es que nadie rindió cuentas por lo sucedido. Nadie discutió la muerte de los rebeldes ni cuestionó su destino. A lo más que se llegó fue a divagar acerca de la legitimidad del descuartizamiento.


Corresponde decir que los verdugos eran conscientes de los sufrimientos que estaban ocasionando. La afirmación es pertinente porque no faltan quienes pretenden justificar o atenuar las culpas de los represores recurriendo a la cómoda coartada de la moral media de la época y considerando que aquello que hoy nos parece cruel y horroroso no lo era para los hombres de aquellos tiempos. O, por lo menos, no lo era tanto. Macanas. Las autoridades españolas sabían muy bien lo que hacían. No se torturó con inocencia. Se mató sabiendo que se infligía dolor, humillación y miedo.


Curiosamente, los represores en sus informes se refieren a Túpac Amaru con mucho respeto. Es que la dignidad personal y política del Inca no pudo ser negada ni por sus enemigos más tenaces. Soportó el tormento sin abrir la boca. No delató a sus compañeros y hasta se dio le lujo de tomarles el pelo a los verdugos.


El coronel Pablo Astete dice que “el Inca tenía majestad en el semblante y a su manera era un caballero que se conducía con dignidad con sus superiores y con formalidad con los aborígenes”. José Antonio de Areche, el principal responsable de su calvario, no pudo anotar en su libreta un nombre. “Era un espíritu y una naturaleza muy robusta y de una serenidad imponderable”.


Areche tal vez recordaba el momento en que acosado para que diera los nombres de otros responsables, Túpac Amaru le contestó. “Nosotros dos somos los únicos culpables: usted por haber agobiado a esta provincia y yo por haber querido liberar a mi pueblo de semejante tiranía”. (Continuará)

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