Por Enrique Cruz (h)
Mario Sciacqua no lo contará públicamente. Será mesurado y respetuoso, manifestándose con su mismo perfil de siempre a pesar de que el hombre se siente desvalorizado, maltratado y hasta probablemente humillado. Sciacqua no dirá que entre el domingo y el lunes vivió los peores días de su vida como entrenador. Ni tampoco contará las vicisitudes que debió pasar con su familia. ¿Es cierto que no pudo mandar sus hijos a la escuela el lunes?, ¿es cierto que recibió amenazas anónimas?, ¿es cierto que se metieron con su familia? Él no lo dirá. Sólo él y su entorno íntimo saben qué pasó, cómo vivieron, cómo se sintieron y cómo sufrieron. Por eso explotó ayer. Por eso dijo que “es difícil ser técnico en Santa Fe”. Por eso dejó entrever su enojo hacia críticas o situaciones que superaron lo que normalmente puede darse en un hecho que sólo es extremo por lo deportivo, como fue perder el clásico, pero que para Sciacqua traspasó todos los límites para meterse con su familia, con su entorno más íntimo y querido, con su capacidad de trabajo, con su sacrificio diario, con su honestidad.
Ese hombre vulnerado, apabullado, lastimado, habló como ya alguna vez lo hicieron otros de la ciudad que tuvieron que pasar por circunstancias similares. Ni bien escuché a Sciacqua decir lo que dijo, recordé a Carlos Trullet, hoy triunfador en Atlético de Rafaela. Cuando dirigía a Unión, Trullet decía que a él no se lo reconocía porque era de la ciudad. “Vive a la vuelta de mi casa, lo veo en el supermercado todos los días”, era el “caballito de batalla” del Cabezón, queriendo reflejar sus dificultades para ganarse el lugar en la gente de Santa Fe, que los de afuera se ganaban sin esfuerzo, aunque no tuviesen la misma capacidad.
Parece que hay que venir de Buenos Aires, vendiendo humo o sacando chapa por un pasado como enorme ex jugador (que no implica ser buen técnico), para que se respete y valore a un entrenador. Pareciera que el solo hecho de tener domicilio en la ciudad se convierta, automáticamente, en la “obligación” de ganar siempre y de no tener un solo contratiempo para seguir generando confianza.
Marito Sciacqua perdió el clásico. Su equipo no tuvo respuesta, probablemente se equivocó en la forma de encararlo, en la planificación o se vio sorprendido por el adversario. Como dice Castagno Suárez, “en el fútbol hay revancha todos los domingos, pero la revancha del clásico no es el domingo siguiente, sino cuando se vuelve a jugar”. O sea, el dolor de perder un clásico sólo se cura ganando un clásico. Para Sciacqua, haber perdido el clásico disparó un terremoto interior y exterior que jamás esperaba.
¿Su puesto estuvo en juego?, puede ser. ¿Está dentro de las generales de un fútbol loco, urgido de resultados, sin tiempo para trabajar con tranquilidad o para pensar en recetas a largo plazo?, también. ¿Tiene que demostrar su capacidad con un plantel con buenas individualidades y que necesita transformarse en un equipo serio, que empiece a ganar de local y pelee arriba?, también. Pero Sciacqua es un hombre de la ciudad, como él mismo dijo “del riñón de Colón”, casi “parido” por la institución y, de pronto, se encontró con que se le empezaban a caer todos los cimientos que creyó haber construido con trabajo, honestidad, perseverancia, compromiso.
Nadie pierde más que el técnico cuando un equipo pierde. El hincha sufre el dolor de la derrota, de la cargada ocasional, de la frustración que es momentánea. Pero no dejará de ser hincha de Colón y seguirá apoyando al equipo, como lo hizo ayer, cuando más de 2.000 sabaleros despidieron con una gran ovación a esos mismos jugadores que cinco días antes habían fracasado ante el clásico rival. El técnico pone en juego su trabajo, su sacrificio, su obsesión por no dejar detalles librados al azar. Pero lo peor de todo, el técnico pone todos los domingos en juego su estabilidad laboral, se llena de presiones y vive perseguido por la necesidad de ganar, ganar y ganar sin que aparentemente importe otra cosa que eso, ganar.
De ahí a vivir situaciones embarazosas, desgraciadas y temerarias, hay un trecho. Y que no vengan con que “son cosas del fútbol”. No hay que meter al fútbol ni echarle la culpa de condenar a un tipo a creerse la última basura del mundo.
































