Cuando se piensa en los nombres que dieron forma a la plástica argentina del siglo XX, Julio Martínez Howard aparece con toda su gravitación. Porque su obra está cargada de humanidad, de carne, de deseo, de sombras.
Retrató el cuerpo femenino sin idealización. Fue parte de un proyecto histórico que unió poesía, música y plástica. Una mirada sobre su potente universo plástico.

Cuando se piensa en los nombres que dieron forma a la plástica argentina del siglo XX, Julio Martínez Howard aparece con toda su gravitación. Porque su obra está cargada de humanidad, de carne, de deseo, de sombras.
Nacido un 13 de junio de 1932 en Crespo, Entre Ríos, Howard es una de esas presencias que sobreviven al paso del tiempo por la intensidad con que miró -y nos hizo mirar- el mundo.
Durante mucho tiempo se dijo que era autodidacta. Lo cierto es que su formación se nutrió de los talleres de maestros argentinos, donde terminó de afinar un estilo que nunca renegó del dibujo como estructura.
En 1965, fue convocado por Ben Molar para participar de un proyecto que se convertiría en una bisagra estética y conceptual en la historia del tango y las artes visuales. "14 para el Tango" fue una idea casi utópica: reunir a 14 músicos, 14 poetas y 14 artistas plásticos, cada uno interpretando a su modo una misma pasión rioplatense.
Compartió cartel con figuras como Raúl Soldi, Carlos Alonso, Héctor Basaldúa, Leopoldo Presas y Raquel Forner, entre otros. Juntos, cada uno desde su sensibilidad, construyeron escenas visuales sobre temas del tango, que fueron exhibidas en locales comerciales de la avenida Santa Fe.
La propuesta, que luego giró por España, Italia, Grecia, Israel, Japón, Estados Unidos y buena parte de América Latina, fue integradora: el tango, como expresión popular, merecía dialogar con las bellas artes.
El universo estético de Martínez Howard tiene al cuerpo, especialmente al femenino, como eje. Pero su aproximación fue siempre intensa, provocadora, compleja.
Según el portal Arte de la Argentina, fue "un artista con un trazo fuerte, expresivo, erótico y con cierto grado de dramatismo; que coloca en el centro de las escenas al ser humano, exaltando el cuerpo de la mujer y su sexualidad".
No es un erotismo fácil, menos complaciente. Es una sensualidad a veces desgarrada, a veces exhibicionista, casi siempre dolorosa, como si la carne se supiera transitoria. Usaba carbonilla y pintura con colores planos, saturados, como el rojo o el azul, sin matices innecesarios, como quien va directo al nervio.
Desde The Art Gallery lo explican así: "el dibujo estructura sus obras, el color es un instrumento para generar climas dentro de la obra que despertarán en el espectador emociones".
El crítico Aldo Galli, en una nota publicada en La Nación en 1998, lo ubicó junto a Carlos Alonso y Roberto González en una tríada expresionista argentina, diciendo que compartían “aptitudes superlativas para el dibujo que no excluyen la pintura y un espíritu dramático que se manifiesta mediante una figuración expresionista”.
Galli lo definió como "un maestro del desnudo, al que sabe ponerle una dosis de erotismo", y trazó un paralelismo con Toulouse-Lautrec, aunque aclaró que Howard se movía en un registro más íntimo, más vinculado a lo prostibulario como síntoma más que como espectáculo.
Sus cuerpos no están idealizados, sus escenas no buscan complacer. Son seres reales, a veces tristes, a veces extenuados, pero siempre vivos. Y en ese realismo despojado hay algo profundamente conmovedor que vale la pena evocar.




