Desde un punto de vista pragmático, hay quienes piensan que las palabras solo son instrumentos de la comunicación, útiles para evocar un objeto del mundo o expresar una emoción pasajera. Sin embargo, otros tantos señalan que cada palabra es el último eslabón de una larga y silenciosa batalla cultural. En los tiempos medievales el término fantasma era antecedido por el artículo femenino, es decir, "la fantasma". Para indicar que alguien estaba "hecho una fiera", en el siglo XIX se utilizaba la palabra "enfierecido", hoy caída en desuso (quizás reemplazada por enfurecido, aunque fiera y furia no son exactamente lo mismo).
Si bien aún hoy se considera un error decir "enriedo" en lugar de enredo, su extensión hace pensar que en un futuro se impondrá como la forma ortográfica aceptada por los organismos que custodian la lengua. Los diccionarios etimológicos están llenos de ejemplos similares, es tan solo el movimiento esperable de una lengua viva. La causa de estos desplazamientos lingüísticos no siempre puede explicarse y, en ocasiones, su historia se pierde en el murmullo del mundo. Es decir, ¿cuánto atribuir allí a la pura y simple contingencia, y cuánto a las necesidades culturales de cada época?
Otras palabras, en cambio, permanecen atrapadas en las luchas discursivas y las diferencias entre sistemas de pensamiento, intentando hacerse un lugar en el habla de todos los días. Un ejemplo reciente es el llamado lenguaje inclusivo, donde el término "todes" es una intervención que busca abrir a un más allá del formalismo binario femenino/masculino. En el campo de la psicología y la salud mental, existen diferentes pujas respecto de los conceptos. Por ejemplo, en los últimos años en las instituciones públicas se ha permutado el término paciente por "usuario" del sistema de salud. En parte, el cambio busca dejar atrás las prácticas manicomiales heredadas de la psiquiatría clásica.
Es claro que las palabras que usamos no resultan indiferentes, por eso Sigmund Freud escribía en un ensayo: "Nunca se sabe a dónde se irá a parar por ese camino; primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma". Dicho de otro modo, las palabras no solo reflejan una realidad, también la construyen. Aun así, puede ocurrir que un cambio de palabra se adelante al cambio de lógica al cual intenta responder. No por decir usuario, desaparece necesariamente la lógica manicomial. Del mismo modo, no porque los psicoanalistas hablen de "analizante" en lugar de paciente, es que la orientación del tratamiento estará garantizada.
Michel Foucault decía que, más allá del hecho de reemplazar palabras por otras que nos resulten más afortunadas en su modo de nombrar, lo esencial es quebrar el orden del discurso, cuestión más profunda y compleja. Así, quizás las palabras que perduran sean aquellas que son consecuencia de un cambio de lógica y no al revés, asunto que solo el tiempo puede dirimir en una lectura retrospectiva. Décadas atrás se utilizaba el término "discapacitado", más tarde "persona con capacidades especiales o diferentes", y desde la convención de 2006 la denominación consensuada es "personas con discapacidad". Cada sintagma, tal como piezas de un museo, testimonian el modo en que cada cultura piensa y se representa el campo de la discapacidad. No es lo mismo "ser" que "tener".
Ante los cambios en las formas de nombrar, en las interacciones sociales siempre alguien está bien dispuesto a recordarnos que "ya no se dice así, sino asá", más aún cuando existe una distancia generacional entre los interlocutores. En general, aunque no siempre, la denominación más reciente tiende a pensarse como la forma definitiva, incluso superadora de todas aquellas que la anteceden. Por supuesto, hay argumentos que sostienen y fundamentan dichos desplazamientos en la lengua, el problema es cuando los criterios se radicalizan y se consolidan las teorías sobre el bien y el mal.
La experiencia histórica muestra que, por mucho que nos simpaticen las nuevas palabras, no por ello dejan de ser fórmulas lingüísticas provisorias, próximas a ser reemplazadas una vez que la sensibilidad de la época cambie. En psicoanálisis estamos habituados a pensar que no todo puede ser nombrado, que siempre persiste un resto imposible de simbolizar, por eso es que no existen las palabras definitivas.
Otra disputa tiene lugar entre los términos ansiedad y angustia. Si se consulta el diccionario de la lengua española, se advertirá que allí funcionan como sinónimos. Sin embargo, tanto la psiquiatría como el psicoanálisis insisten en diferenciarlos. Los primeros hablan de "trastornos de ansiedad", los segundos prefieren la expresión "crisis de angustia". A partir de un enfoque biológico, los manuales estadísticos de diagnóstico proponen el término ansiedad, ubicando el acento en la medición de las variables del organismo: palpitaciones, aceleración de la frecuencia cardiaca, sudoración, temblor, sensación de asfixia, náuseas, mareo, escalofríos, parestesias, entre otros.
El concepto de ansiedad se sostiene por sí solo, no incluye necesariamente una pregunta sobre su causa. Tal como un síntoma de tipo orgánico que estorba en lo cotidiano, se aspira a su desaparición combinando idealmente psicofármacos y psicoterapias. Si acaso persiste, entonces el paso siguiente es aprender a gestionar dicha emoción cada vez que irrumpe. El mundo virtual está lleno de consejos afines: técnicas de respiración, prácticas de meditación, registro del pensamiento consciente, entre tantos otros.
La angustia, en cambio, posee una función específica, al menos para quien tenga oídos para oír. En la práctica psicoanalítica se dice que la angustia no engaña, si está allí, es porque existe una causa, por enigmática que sea al comienzo. Su dimensión de mensaje indica que, en la forma en que cada uno se las arregla con la existencia, algo ha dejado de funcionar. A contramano de la prisa contemporánea, una terapia psicoanalítica requiere el consentimiento a detenerse el tiempo necesario de una búsqueda. En el mejor de los casos, la angustia no solo se sufre, también despierta. Si a la ansiedad se la medica o se la gestiona, a la angustia se la invita a hablar.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.