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La Constitucional Nacional de 1853 (II)

De la república posible a la república verdadera

Por Rogelio Alaniz

De la república posible a la república verdaderaDe la república posible a la república verdadera

Miércoles 8.5.2013
 23:15


Por Rogelio Alaniz ralaniz@ellitoral.com

Podríamos decir que a la Constitución Nacional la pensó Alberdi, la escribió Gutiérrez, la ajustó Mitre, la interpeló Sarmiento y la puso en práctica como efectiva realidad de poder Julio Argentino Roca. La afirmación puede matizarse y en algunos aspectos someterse a los rigores de la crítica, pero estimo que en sus líneas generales es acertada, y como hipótesis es un buen punto de partida para pensar las relaciones entre Constitución nacional y orden estatal y entre clase dirigente y clase dominante. Medio siglo le alcanzó a la Argentina para transitar del desierto a la Nación, de la dispersión al Estado y del atraso al progreso. El costo fue alto. Guerras civiles, asonadas políticas, una guerra internacional que duró más de cuatro años y duras campañas militares para ocupar territorios. El costo fue alto, pero los resultados lo justificaron históricamente. Después de Caseros, la Argentina era apenas un proyecto sostenido por un puñado de políticos, intelectuales y caudillos, pero para 1910 la Argentina era el país ubicado entre los seis o siete más avanzados del mundo. Los grandes protagonistas de 1853 alcanzaron a contemplar el formidable proceso de transformación política y social emprendido, y si bien no se cansaron de advertir sobre los nuevos desafíos que se le presentaba a la Nación, no pudieron disimular su satisfacción por lo logrado, sobre todo porque más allá de sus divergencias, estos dirigentes estuvieron convencidos de la justeza del rumbo emprendido y, en lo personal, de su singular clarividencia para percibir el rumbo de la historia. La Constitución sancionada en 1853 fue la carta de navegación que permitió en 1880 fundar el Estado nacional. Si así no hubiera sido la Constitución no habría sido más que un puñado de buenas intenciones y su valor histórico no muy diferente al de las constituciones, por ejemplo, de 1819 y 1826. Es la consolidación del Estado lo que le otorga legitimidad histórica a la norma sancionada en Santa Fe tres décadas antes. Consolidar el Estado significó materializar un régimen de poder y centralizar los recursos económicos y militares. En definitiva, asegurar el orden, pero el orden como requisito del progreso en el marco de un ordenamiento jurídico indispensable para cumplir con el programa alberdiano: atraer población europea y capitales extranjeros, insertar a la Argentina en la división internacional del trabajo aprovechando sus ventajas comparativas y, en ese contexto, poner en marcha un modelo de acumulación capitalista que luego será conocido como agro-exportador o primario exportador. De más está decir que la realización de ese proyecto no fue fácil; por el contrario, reclamó de una formidable movilización de recursos materiales y políticos. La observación merece hacerse, porque los críticos de la Generación del Ochenta han instalado en el sentido común de la sociedad el prejuicio que da por sentado que el modelo primario exportador se desarrolló de manera espontánea o, en todo caso, gracias al auxilio o la voracidad de los capitales extranjeros. Por el contrario, hubo que trabajar duro para instalar a la Argentina en el mundo. Duro y en muchos casos a contramano de una sociedad reacia a los cambios y una clase dominante de intereses estrechos y más habituada a la lucha facciosa que a pensar la Nación en términos de un programa a realizar. La constitución nacional, por lo tanto, debe pensarse como el proyecto de un orden político que establece quién manda y quién obedece y cuáles son los límites de uno y otro. La pregunta que seguramente se hicieron los constituyentes de 1853 a la hora de redactar la Carta, debe haber sido más o menos la siguiente: ¿Qué orden jurídico es necesario para un país que sale de la experiencia del rosismo y necesita insertarse en el mundo? ¿Cómo convocar a los inmigrantes y a los capitales extranjeros, si no disponemos de un orden político que de garantías, garantías económicas a los capitales, garantías civiles a los extranjeros? Se equivocan los revisionistas cuando pretenden impugnar a la Constitución Nacional diciendo que fue una copia de constituciones extranjeras. Por el contrario, el rasgo distintivo de nuestra constitución es su originalidad, su originalidad y la belleza y precisión de su estilo. Ni la escritura de “Las Bases...”, ni los debates abiertos habrían tenido sentido si todo se hubiera limitado a copiar algún texto extranjero. Les guste o no a nuestros “nacionalistas” criollos, la Constitución fue un acto de inspiración y creación desplegado y hecho realidad en la historia. Si lo llamado “nacional” se identifica con lo genuino, nada más nacional y genuino, por lo tanto, que nuestra constitución. Basta leer los textos de Alberdi, para percibir el esfuerzo extraordinario que realiza para elaborar un texto que se adapte a nuestras tradiciones, a las modalidades de nuestra clase dirigente y, al mismo tiempo, se proyecte hacia el futuro desde una tradición precisa y deliberadamente rescatada. Por supuesto que Alberdi conoce las constituciones de otros países y a algunas de ellas las admira, pero lo que resulta evidente en sus escritos es la necesidad de hacer algo diferente, no para posar de original, sino porque el programa de realizaciones políticas que Alberdi tiene en su cabeza reclamaba originalidad. Veamos si no. Mientras en Europa para esos años el problema era la rigidez de una clase dirigente interpelada por clases populares movilizadas y, en más de un caso, con banderas rojas y reclamos socialistas y libertarios, en la Argentina el rasgo distintivo era el carácter faccioso y, en más de un caso, irresponsable de su clase dirigente, y la pasividad de las clases populares, pasividad heredada de los hábitos del pasado colonial. Atendiendo a ese diagnóstico fue que se planteó un poder ejecutivo fuerte que, en la mejor tradición bolivariana, se llegó a asimilar al de una monarquía, pero con mandato temporal. Por otro lado, se dice que la Constitución es una copia de la norteamericana. Error. Mientras la de Estados Unidos es un resultado, una llegada, la nuestra es un punto de partida; mientras la norteamericana es la consecuencia de un proceso histórico, la nuestra es una causa: mientras la norteamericana es proteccionista, la nuestra es aperturista. Para Alberdi, como para Sarmiento, el rosismo era una calamidad, pero había que reconocerle un mérito: les enseñó a los argentinos a obedecer, tal vez por el peor de los caminos, pero los resultados fueron eficaces. Pues bien, ahora se trataba de que los hombres obedecieran a las leyes como antes habían obedecido al déspota. Esa obediencia valía para todos, para los ricos y para los pobres. Asimismo, para impedir los arrebatos demagógicos de los dirigentes, se estableció el voto indirecto, tanto para la elección del presidente como para la elección de los senadores. La prioridad, como se puede apreciar, fue la construcción de un orden, un orden que el mismo Alberdi admitía que era perfectible pero, a la vez, indispensable. Un orden que habrá de extenderse a la relación entre las provincias y el poder central, y al esfuerzo por compatibilizar los beneficios del federalismo con las exigencias de la centralización. A los constitucionalistas no se les escapa que la república programada no ha sido tan republicana como desearían Precisamente, porque la Constitución no fue una copia sino un acto de creación, es que Alberdi admitió que el orden programado diera cuenta de una república posible, una república con muchas libertades civiles pero pocos derechos políticos. ¿Cuándo pasar de la república posible a la república verdadera? Alberdi no tenía dudas de que a ese pasaje lo garantizarían el crecimiento económico y las transformaciones culturales promovidas por el aluvión inmigratorio. Cuando en 1912 se sancionó la ley Sáenz Peña, la república verdadera se hizo realidad, una realidad que consumará en términos históricos el programa sancionado en Santa Fe en 1853.

Podríamos decir que a la Constitución Nacional la pensó Alberdi, la escribió Gutiérrez, la ajustó Mitre, la interpeló Sarmiento y la puso en práctica como efectiva realidad de poder Julio Argentino Roca.

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