El cuento del escritor Sergio Ferreira que a continuación se ofrece a los lectores de El Litoral.com, premiado por la III Edición del Certamen Nacional de Cuentos 'Premio Leonardo Castellani', es una gentileza del autor, y fue enviado al concurso bajo el seudónimo Themis. Ferreira ofrece una dirección de correo electónico para aquellos lectores que deseen contactarlo: violinenbolsa@yahoo.com.ar La Dignidad ' enviado que fue un heraldo en nombre del rey Humma-h, de Yiraz, vio las montañas de cadáveres a las puertas de la ciudad de Gaar, nunca entregados al fuego. Antes, se corrompían al sol y las lluvias y al hambre de aves repulsivas. Y relató el mensajero cómo los esclavos, que se habían sublevado contra sus Señores, tomaron el alcázar y el templo, y agotaban el fruto de las cosechas y sacrificaban en las calles la hacienda cebada, igual que antes habían hecho con los nobles y sus hijos. Que todo esto lo presenció por estar las augustas puertas abiertas de par en par a la desidia' Tablilla HW 344 - Biblioteca de Assurbanipal -I- Este hombre, tirado sobre una manta en el piso de piedra, que delira de fiebre y agoniza de dolor por terrible herida, acaba de ver, en alucinaciones de pánico, que la playa de la muerte está ocupada por hordas de siluetas humanas, vacías de luz, que aúllan y agitan armas de palo y piedras. Este hombre que delira se llama Dascio. Está tirado sobre una manta empapada de sangre y sudor porque la libertad mutila, y sólo mutilado podrá poseerla. Por eso amputó su brazo derecho a la altura del codo. Ahora desvaría, flota en las aguas de la oscuridad, se desliza por el río imaginario que separa (o que une) vida y muerte. Ve las dos orillas pero la fiebre le deforma la visión. Ve el fetiche de un dios tallado en madera que también flota a sus pies. Las facciones talladas del dios son grotescas. Ríe a carcajadas. Se ríe del esclavo Dascio que ha pagado por la libertad el precio de su brazo derecho. Este hombre, en su deriva por las espesas aguas de la fiebre, a veces toca la costa de la muerte, entonces, siluetas amenazantes corren hacia él que flota como un tronco seco, como un hinchado animal muerto. Quieren herirlo con aguzadas armas de palo, aúllan su nombre para atraerlo, para obligarlo a entregar su carne, la miel ardiente de su fiebre. La misma corriente negra lo aleja de allí. Las siluetas lo persiguen sin suerte. Chapotean en espumas fétidas. Él siente que no podrá morir tranquilo. No vivir más tranquilo. -II- El recinto en el que el hombre está echado sobre una manta en el suelo fue alguna vez un templo. Tuvo cortinas de telas graves y ricas, un altar decorado con metales puros y con piedras claras, teas donde el fuego señoreaba, coros de rezos en alabanza de un dios que apreciaba la sangre viva. Aquel templo ahora es un recinto vacío. Multiplica la oscuridad en las paredes tiznadas por el incendio después del saqueo. Se llevaron las figuras de marfil, los utensilios de bronce, las copas rituales. Se llevaron las cortinas para usarlas como mantos de burla, y el fuego se llevaron, para quemar hasta la memoria de las dinastías que rigieron la ciudad. Sólo dejaron, rotas, las figuras de barro cocido que representaban divinidades menores. La efigie de chamuscada madera de un dios burlón que penetra en las fiebres del hombre. Un plato de hierro donde ahora laten vivas unas pocas brasas, que son toda la luz del lugar. -III- Esta fea mujer, en los puros huesos, ignora quién es. Perdió la memoria la noche en que los esclavos se rebelaron y arrasaron con todo lo que conocía, como lo conocía. Perdió el habla. Nosotros sabemos poco de ella: solamente que se llama Ariana, y que es la unigénita de Túlcides, primo del rey Elxinor. Todavía la seda cubre su indigencia, pero la vestidura está en piltrafas. De su cabeza cuelgan como jirones de estopa. Forma parte del botín de Dascio, el que agoniza en el suelo, uno de los más feroces la noche de la rebelión. El que, con mano rapaz, llenó una talega de monedas y se la cargó al hombro. A ella la arrebató de una orgía letal. Asesinó casi sin violencia al hombre que la poseía, con un movimiento de su filo que no tuvo importancia en el silencio húmedo. Sin apuro, aún tuvo calma para atar el extremo de una soga al cuello de Ariana y tirar del otro para llevársela, tropezando entre cuerpos desplomados de dolor y ebriedad, entre escombros humeantes. Buscó el rincón menos caótico. Apoyó la espalda contra un muro. Tiró un trapo al piso y le ordenó recogerse allí. Comió con la respiración alterada por el humo. Un gran pedazo de carne comió. Ella anheló que fuera de bestia. Sin muchas ganas masticaba. Bebió agua. Sin muchas ganas se chupó todos los dedos y le arrojó a Ariana el trajinado hueso. -IV- De las montañas que parecen de hierro oxidado, baja un río frágil que acompaña las murallas de la ciudad blanca. Más allá, el desierto. A las puertas de la ciudad hay un mendigo que espera desde hace años, y no la caridad. Adentro, se debaten los esclavos rebelados, cada uno por una porción de riqueza ociosa, por un poco de la poca comida. Se reproducen los perros, las ratas y la indiferencia. Quién de ellos es capaz de interpretar el concepto de futuro. Quién se cuestiona a cerca de nociones vagas como la libertad o la dicha. Cuánto vale la vida o la muerte de uno, de todos, si por la muerte accedieron al poder. Por la destrucción. Y ese laberinto tenebroso no desemboca en una puerta de luz. La peste ya les brota de adentro, de la saliva. Les envenena el aire. Ha reemplazado, silenciosa, la estridente violencia de la orgía, las pendencias baratas del alcohol. Dascio conduce a su sierva de la soga. Ha cruzado la ciudad que agoniza. Ha reprochado al líder de la liberación, un esclavo que antes había sido soldado. Ése que programó una estrategia exacta y feroz. Primero, el exterminio de las fuerzas militares; después, de la guardia real; luego, quién podía controlar la venganza desatada. Dascio le ruge que no habían peleado para eso. Que eran hombres libres. ¿No recordaba acaso? Habían planeado armar un escuadrón. Fabricar armas. Sembrar. El otro, impasible, lo compadeció con una mueca amarga. Le enrostró que si era un hombre libre por qué no cruzaba el desierto y se alejaba de allí. Adónde irías, perro, lo censuró con la fe muerta. Adónde que no te reconozcan por tus cicatrices, ésas grabadas a fuego en tu antebrazo y que no son sino las letras con que se escribe la palabra esclavo, y te ejecuten inmediatamente, porque un esclavo evadido es un asesino probado. Dascio, escoria de la civilización, carnicero implacable, siervo, se mordió la rabia, marchó hacia el canal de aguas servidas que cruza por atrás el límite de la ciudad. Lastimó el cuello de la mujer en la arremetida. Tiró del mango del hacha que portaba a un flanco; respiró hondo al exponer horizontalmente el brazo derecho. Ariana siguió la trayectoria del arma que Dascio alzó con la mano inversa hasta el cielo rojo. Oyó el hacha cantar como canta el metal afilado al cercenar con precisión. Y el aullido desolador. -V- Ariana, mujer fea y muda, sospecha que alguna vez ha sido hechicera. No recuerda bien, pero con idoneidad ha recurrido al cauterio, a emplastos, a hojas de una savia escarlata, al machacado de unas semillas que supo recoger en los anegadizos del río. La sangre se detuvo. Acostumbrada a la oscuridad, identifica los colores por el tacto. La salud por el olor que desprende el cuerpo en agonía. Antes de la rebelión ella debió ser una virgen consagrada. No importa. Aquello ocurrió en otro momento del mundo. En otra vida. Ella sufre relámpagos de memoria, chispas de recuerdos de un templo, de un dios antropófago, de un altar de sacrificios. Ella restaña, refresca, atenúa. Sabe que ahora es parte de un botín, la que menos monedas vale. El esclavo Dascio está débil, pero vivo. Ariana se lo ha disputado a unas siluetas negras que él veía en su delirio febril y ella también veía en sus pesadillas, ovillada a su lado. Hasta que Dascio amaneció desnudo de la fiebre y con un hilo de luz en los labios. Esa mañana le pidió agua. Luego, alimento. Ella salió a robarlo. Él tiene un cuerpo seco y fibroso (de haber nacido libre hubiese sido soldado). Tiene un hacha y una talega con monedas. Un caballo. Al puro sol del mediodía ve las múltiples piras humeantes que, por tardías, no alcanzan para contener a la peste. Ve las puertas abiertas de la ciudad. Monta. Ahora la soga es más larga, el tranco del animal más lento, para que la mujer que lleva de cabestro no se vea obligada a correr. Cuando salen ve al mendigo que espera y se detiene para entregarle una manta de lana azul. Enfilan hacia las dunas que impiden la visión del sur del mundo conocido. Para él, la ciudad ha dejado de existir. Ella no levanta la vista del suelo. Enseguida serán un par de puntos negros en la vastedad de la arena. A sus huellas, habrá de borrarlas en dos ráfagas el viento. Sergio Ferreira, 24 de marzo de 2006.




























