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Crónicas santafesinas

El padre Atilio Rosso llegó a Santa Fe para estudiar Ingeniería Química y se dio dos gustos: recibirse de ingeniero y que las autoridades le entreguen el titulo vestido de sacerdote

Crónicas santafesinas Crónicas santafesinas

Viernes 24.4.2020
 0:21
Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz

I

Con el cura Atilio Rosso solía almorzar los sábados en el hotel Castelar. Una mesa chica colocada al lado de una de las columnas del salón, era nuestro lugar de encuentro. Encuentro con chispazos y resbalones. Porque con el cura se discutía todo. Y además le encantaba discutir y que le discutan. Piamontés chinchudo, se enojaba rápido y se amigaba rápido. Chinchudo, pero a pocos, a muy pocos, los he visto reírse con tanto gusto. La risa del cura era alegre, vital, un reconocimiento a la gracia de la vida. Como todos, tuvo virtudes y defectos, pero las virtudes excedían generosamente a los errores. Su pasión eran los pobres, según él los elegidos del Señor. Nunca quiso comprometerse con la política, pero la política como tal lo desvelaba. Lo recuerdo caminando por la peatonal, alto, bien plantado, elegante en su estilo y con dos o tres diarios bajo el brazo. Discutimos mucho, pero me encantaba tomar un café o compartir un vino con él. Tengo derecho a suponer que a él también le gustaba conversar con ese amigo que no era creyente pero respetaba su fe y su iglesia.

II

Era raro este cura. Criticaba a la iglesia, pero se enojaba como un basilisco si a mí se me ocurría hacer la misma crítica. Criticaba a la iglesia, pero me consta que la amaba. A su manera, pero la amaba. “Si la iglesia católica fuera solo una institución, como vos decís, yo nunca me habría hecho sacerdote”. Alguna vez, cuando ocurrió “el caso monseñor Storni”, le observé que no había escuchado sus críticas al obispo. “Y no lo vas a escuchar -me respondió levantando un poco la voz- yo a mi obispo no lo critico, porque si así lo hiciera renegaría de mi condición de sacerdote”. Después, agregó: “Vos sabés muy bien que ese obispo me hizo una cuantas que no me olvido, pero yo no lo voy a criticar, no soy como esos otros que le chuparon las medias, se prendieron como sabandijas a su sotana para pedirle privilegios y cargos y ahora hacen leña del árbol caído”.

III

Alguna vez estuvo entre los firmantes de la solicitada por los Curas del Tercer Mundo. Cuando le pregunté por esa firma, me dijo que la puso orgulloso en nombre de un sacerdocio comprometido con los pobres. Y después me dijo: “Pero cuando decidieron hacerse peronistas, les dije: Muchachos, hasta aquí llegué; yo soy un cura de la iglesia católica y mi señor es Jesús, no el peronismo y mucho menos Perón”. La decisión le valió la imputación de “cura gorila”. Cuando se lo comenté, lanzó una de esas carcajadas que a Fellini le hubieran encantado. Como para buscarle la boca le recordé que a mediados de 1955 , según una crónica de El Litoral, fue detenido por la policía junto con Juani Saer y Ricardo Prono por participar en una manifestación en contra del peronismo. “Los que te cuentan esas cosas, que también te cuenten a los peronistas perseguidos por la Libertadora que protegí y ayudé. Y no lo hice para quedar bien, sino porque así me lo ordenaba mi fe”.

IV

Decidió su vocación sacerdotal cuando ya estaba crecidito. Me dijo que cuando optó por la sotana salió a caminar por las calles de Santa Fe y la gente debe de haber pensado que ese muchacho, alto, robusto, bien vestido, le pasaba algo raro porque cantaba jubiloso. Atilio llegó a Santa Fe para estudiar Ingeniería Química y se dio dos gustos: recibirse de ingeniero y que las autoridades le entreguen el titulo vestido de sacerdote. Durante las refriegas callejeras de “la Laica y la Libre” se puso del lado de la Libre. Y, fiel a su temperamento, estuvo repartiendo y recibiendo sopapos. Y a veces palos. Fue el que recibió cuando con un grupo de “Libres” decidieron recuperar la facultad de Ingeniería Química tomada por los Laicos. Fue el primero en entrar hecho una furia a la facultad y el primero en recibir un garrotazo en la frente que le dejó una pequeña cicatriz que lucía, no sé si orgulloso pero seguro que sin vergüenza. Defendió la enseñanza libre, pero también fue el primero en empezar a criticar a las universidades católicas cuando advirtió que en lugar de renovar la enseñanza se dedicaban a reproducir los mismos defectos y vicios “profesionales” que le imputaban a la universidad pública.

V

La última vez que estuve con él fue unos diez días antes de su muerte en el bar del diario El Litoral. Tomamos un café y me dejó las fotocopias de un escrito de dos científicos -ahora no recuerdo su nombre- que dejaban abierto desde el punto de vista científico que en la estructura del átomo hay un punto de indeterminación que da cuenta de una presencia que para él tiene el nombre de Dios. Siempre caía por el diario o por el bar con textos de teólogos o sacerdotes o laicos católicos. A Guitton y a Mounier, me los hizo conocer él. También a un monseñor Franceschi alejado de su fama de cura oscurantista y reaccionario. No me quería melonear, pero le gustaba que conozca una iglesia que no suele parecerse a la imagen habitual que los anticlericales nos hacemos de ella. Estuvo siempre convencido de su pasaje a la eternidad. “Y si no es así, me dijo una vez, te vas a dar cuenta porque las patadas que le voy a meter al cajón la van a oír hasta los sordos”.

VI

Imposible calificar en algún lugar previsible a este cura. Era el cura Rosso y punto. Alguna vez ese otro gran amigo, con quien compartimos la afición por Racing y el afecto por su primo Raúl Alfonsín, que es monseñor Arancedo, me dijo con una sonrisa y moviendo la cabeza con cierta resignación divertida: “En mi diócesis tengo que lidiar con los jesuitas, los carismáticos, los salesianos, las monjas, el Opus Dei, Comunión y Liberación, los agustinos... y Rosso”. Insisto en su imprevisibilidad. Al primer golpe de vista uno lo oía reivindicar de los pobres y parecía un cura peronista, pero nunca lo fue ni quiso serlo. Rechazó el clientelismo, la manipulación política de la pobreza y nunca alentó la violencia. Nunca estuvo en las instituciones de derechos humanos, pero yo lo oí en 1981, en una reunión pública en una sala de barro Candioti, decir que no estaba dispuesto a darle la comunión a militares que tienen las manos manchadas de sangre. Tampoco alentó la violencia “del otro lado”. Es más, se esforzó por convencer a cuantos pudo que la salida por una sociedad más justa no eran las armas y mucho menos sacrificarse en nombre de Jesús. Defendía a “sus negros” y no permitía que nadie los ataque. Pero en su escuela de Monte Vera llevó la computación y la Orquesta Sinfónica de la provincia, porque si algo tenía claro era que de la pobreza se sale con educación y sensibilidad. Algunos sacerdotes le reprochaban que no ejercía tareas misionales. Y era verdad. No canjeaba la lucha contra la tragedia de la pobreza por una conversión religiosa formal. No caminaba por los barrios con una hostia en la mano, pero sabía que su tarea era leal a los Evangelios.

VII

Nunca tuvo nada que ver con el radicalismo. Sin embargo debe haber sido el único cura y la única persona que vi tan indignado el día que (como hoy bien sabemos) el presidente Fernando de la Rúa fue derrocado por una conspiración. Estaba tan furioso que hasta se la agarró conmigo porque no me veía tan enojado. Con Jorge Obeid mantenía una relación que se podría calificar de amor-odio. Había temporadas que decían maravillas uno de otro y había temporadas que se decían incendios. Un cura, con el que también yo fui amigo, le reprochaba su indisciplina; otro cura, con el que yo conversaba con frecuencia, me acusaba de ser amigo de Rosso, responsable, según él, de haber entregado al Colegio Mayor a Comunión y Liberación. Por supuesto que no les hice caso ni a uno ni a otro. Un poco en joda un poco en serio, les decía: “Yo, por prudente regla de vida, en peleas entre mujeres y peleas entre curas, nunca me meto”.

VIII

Atilio Rosso. El “Gringo”, como le decía con afecto el padre Trucco. Mierda que lo extraño. Extraño sus iras, sus carcajadas. Extraño los asados en Monte Vera, donde me convocaba a mí y a otros amigos. Ninguno de los que sentaba en su mesa era creyente. Era el dueño de casa, pero siempre en minoría. Recuerdo que antes de empezar a comer ya tiraba la bronca y nos reprochaba nuestro apoyo al aborto. O, para escandalizarnos, no vacilaba en defender la enseñanza religiosa en las escuelas. De más está decir que nos sacábamos chispas. Pero en medio de estas borrascas aprendíamos. Y creo que él también aprendía.

Defendía a “sus negros” y no permitía que nadie los ataque. Pero en su escuela de Monte Vera llevó la computación y la Orquesta Sinfónica de la provincia, porque si algo tenía claro era que de la pobreza se sale con educación y sensibilidad.

Algunos sacerdotes le reprochaban que no ejercía tareas misionales. Y era verdad. No canjeaba la lucha contra la tragedia de la pobreza por una conversión religiosa formal. No caminaba por los barrios con una hostia en la mano, pero sabía que su tarea era leal a los Evangelios.

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