Por Mario Juan Cracogna (*)
El Libertador fue soldado y político aunque la historiografía unitaria, liberal y mitrista se empecine en disimular su notable capacidad como hombre de Estado.

Por Mario Juan Cracogna (*)
Un anciano, sentado en una mecedora de roble, mira por la ventana hacia el mar. Sus ojos, nublados por la catarata, sólo le dejan ver sombras azuladas. Afuera sopla una brisa premonitoria y una bandada de pájaros revolotea sobre la casa. Por primera vez, siente una leve mejoría, aunque los médicos lo tratan con más cuidados que de costumbre. Los cuadros en la pared, las cartas apiladas sobre la mesa, el crucifijo de palo que sostiene en su mano, un regalo de los indios en el Perú, son indicios concluyentes del final. Recuerda vagamente y sin rencores la patria lejana y esquiva. Sabe que, muy pronto, el escenario del mundo será, para él, sólo una memoria difusa anclada en el infinito. No son sombras aquellos movimientos que le parece reconocer en la espaciosa sala. Para él, son antiguas siluetas de caballos y soldados, de montañas andinas y de mares embravecidos. "Es la fatiga de la muerte" alcanza a decirle a Mercedes, su hija amada. A su yerno, el médico Mariano Balcarce, le pide que lo lleve al dormitorio. De pronto, ya recostado en su cama, su cuerpo se agita levemente y una lágrima aparece en sus ojos cuando su vida se apaga -o se ilumina- para siempre. La historia del mayor de nuestros héroes empezaba a escribirse esa tarde del 17 de agosto de 1850, en el piso superior de la casona que alquilaba en Boulogne-Sur-Mer, frente al canal de la Mancha.
De sentimientos sencillos estaba formado el interior de ese gran soldado de la patria. Desde muy joven, sus padres habían marcado en su espíritu, una orientación perfectamente definida hacia la rectitud, hacia el bien, porque ¡cuántos estragos provoca en nuestra reserva moral la vanidad, el orgullo y la ligereza de carácter! ¡Cuánto desasosiego causan en nuestra alma tales vicios! Esa inclinación hacia lo bello y lo justo le fue dada, sin dudas, por el ambiente benigno y austero que prevalecía en el hogar paterno, dulcemente perfumado con el aroma de la piedad y sólidamente fortalecido con los atributos de la oración. Sólo el fiel cumplimiento del deber proporciona méritos. Si nos desviamos del camino, nuestra vida continuará alocada su trayectoria infeliz y nuestra personalidad sentirá el látigo cruel del fracaso moral. Aquellas enseñanzas que recibió de sus padres, Juan de San Martín y Gregoria Matorras, se prolongaron luego en el hogar que formó Merceditas, junto con su esposo y sus dos hijas, Mercedes y Josefa, que le dieron las máximas alegrías en su vejez y fueron amorosa compañía en el exilio.
Eligió sufrir el dolor del ostracismo en lugar de verse obligado a desenvainar su espada para luchar contra otros argentinos. Las guerras interminables entre unitarios y federales, las canalladas que tuvo que soportar del gobierno unitario de Rivadavia y sus satélites, el país partido en mil pedazos, la organización nacional demorada (de 1816 a 1853, pasaron 37 años de odios inexorables entre paisanos antes de sancionarse la Constitución Nacional), fueron hechos que hundieron al Libertador en una pesadumbre disminuida apenas por el afecto de los suyos y la incondicional cercanía que siempre le manifestaron sus leales amigos.
La correspondencia del general es una prueba fundamental para conocer su pensamiento más profundo. En 1823, San Martín decide trasladarse a Buenos Aires a darle el último adiós a su esposa que, agonizante, reclamaba su asistencia. Pero debe postergar su viaje ante la certeza de un complot para prenderlo o asesinarlo. El Brigadier General Estanislao López, héroe máximo de los santafesinos -cuya vida y obra, en mi opinión, debiera difundirse más en las escuelas de la provincia- en una carta, a propósito de este hecho, le ofrece su amistad y su ejército, en estos términos: "Sé, de una manera positiva por mis agentes en Buenos Aires, que a su llegada a aquella capital será mandado juzgar por el gobierno en un Consejo de Guerra por haber desobedecido sus órdenes en 1817 y 1820, negándose a invadir Santa Fe y realizando en cambio las gloriosas campañas de Chile y Perú. Para evitar este escándalo inaudito y en manifestación de mi gratitud y del pueblo que presido… siento el honor de asegurar a V.E. que, a su solo aviso, estaré con la provincia en masa esperándolo en "El desmochado" para llevarlo en triunfo hasta la misma plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo)".
San Martín, a su vez, en una famosa carta que le envía al Brigadier, lo exhorta a conciliar con Buenos Aires para poner fin a la beligerancia entre los caudillos del Litoral y el Directorio, con palabras de admirable actualidad: "Unámonos, paisano mío, para batir a los 'maturrangos' españoles que nos amenazan; divididos seremos esclavos; unidos estoy seguro que los batiremos; hagamos un esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares y concluyamos nuestra obra con honor: la sangre americana que se vierte es muy preciosa y debe emplearse contra los enemigos que quieren subyugarnos". Hoy, estas palabras nos interpelan para que veamos qué hemos hecho con la soberanía política, cultural, económica; en qué triste momento comenzaron a debilitarse las ambiciones de unidad y progreso para todos; hasta cuándo deberá esperar la promesa común de ver un país equilibrado, seguro de sí, fundado en la concordia y la paz.
El Libertador fue soldado y político aunque la historiografía unitaria, liberal y mitrista se empecine en disimular su notable capacidad como hombre de Estado. Al frente del glorioso ejército sanmartiniano liberó y organizó pueblos, de Buenos Aires a Quito, sin quedarse con un solo metro de tierra americana. A idéntica tesitura moral pertenece la Proclama al Ejército de los Andes, dada en Mendoza en 1819: "Ya no puede dudarse -dice el general- de que una fuerte expedición española viene a atacarnos. Sin duda alguna los gallegos creen que estamos cansados de pelear y que nuestros sables y bayonetas ya no cortan ni ensartan; vamos a desengañarlos. La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos, si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajen nuestras mujeres y si no andaremos en pelotas como nuestros paisanos los indios. Yo y vuestros oficiales os daremos el ejemplo en las privaciones y los trabajos. Seamos libres y lo demás no importa nada. La muerte es mejor que ser esclavo de los 'maturrangos'."
Respondamos a este llamado con las palabras del poeta Francisco Luis Bernárdez: "Guardemos siempre su recuerdo fundamental, como si fuera nuestra vida. / Con el amor con que la fruta guarda en el fondo de su seno la semilla. / Con el fervor con que la hoguera guarda el recuerdo victorioso de la chispa. / Que su sepulcro nos convoque mientras el mundo de los hombres tenga días. / Y que hasta el fin haya un incendio bajo el silencio paternal de sus cenizas".
Gloria y honor a tu memoria, por siempre, ilustre paisano, José de San Martín.
(*) Juez Comunitario de Avellaneda
Hoy, las palabras de San Martín nos interpelan para que veamos qué hemos hecho con la soberanía política, cultural, económica; en qué triste momento comenzaron a debilitarse las ambiciones de unidad y progreso para todos.
El Libertador fue soldado y político aunque la historiografía unitaria, liberal y mitrista se empecine en disimular su notable capacidad como hombre de Estado. Liberó y organizó pueblos, de Buenos Aires a Quito, sin quedarse con un solo metro de tierra americana.




