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Cuando se me caiga una idea

La verdadera pobreza no es la falta de dinero, sino la pérdida de ideas. Son ellas las que nos mantienen en pie y nos dan razones para seguir adelante.

Cuando se me caiga una ideaCuando se me caiga una idea

Martes 21.10.2025
 18:49
Rodrigo Agostini
Rodrigo Agostini

"Sólo temo a una cosa: no ser digno de mis sufrimientos”

Emil Cioran

Cuando se me caiga una idea, no va a sonar como un trueno. No, nada de estridencias. Será apenas un golpe seco. Como una rama que se parte detrás de la casa en pleno verano. Como un vaso que se desliza sobre la mesa y se detiene justo antes de romperse. Nadie lo va a notar. Nadie. Solo yo. Y aun así, en ese silencio, sabré que algo terminó.

Las ideas son muletas que uno acepta sin vergüenza. No se ocultan, se llevan con naturalidad. Yo aprendí a caminar con ellas de chico. Primero eran juegos: dibujar una casa en la tierra, levantar castillos con barro y palitos, volar en la cabeza. Después llegaron planes más serios, promesas que parecían inquebrantables, frases repetidas como si en ellas estuviera escondida la vida.

Crecemos rodeados de ideas como de paredes. Y cuando una se nos cae, quedamos expuestos. Es como darse de golpe con la intemperie. No hablo de ocurrencias. No. Una idea no es un destello simpático ni una frase ingeniosa. Es mucho más: es lo que hace que uno abra los ojos a la mañana.

Hay quienes viven aferrados a una idea de justicia. Otros a una idea de amor. Y algunos, más sencillos, apenas a la idea de que mañana puede ser un poco mejor que hoy. Son esas las que sostienen. Esas. Y cuando se nos caen, el cuerpo mismo se tambalea. He visto gente sobrevivir a todo, menos a eso. Sin dinero, sin salud, incluso sin compañía: resistieron.

Pero cuando se les cayó la última convicción, se apagaron. Quedaron huecos, como casas abandonadas que ya nadie recorre. Por eso me atrevo a decir que la verdadera pobreza no está en los bolsillos. Está en perder la idea que nos mantenía de pie. No todas las caídas son tragedia. No. Algunas hacen falta.

Hay ideas que pesan demasiado. Que se vuelven como una piedra en la espalda. Y uno las carga por costumbre, por miedo, por inercia. Hasta que un día se caen. Y lo que parecía pérdida, se descubre alivio. Caen como cae una piel que ya no nos sirve. Caen y de pronto respiramos distinto. Como si nos devolvieran aire. Como si nos abrieran otra ventana.

El problema es otro. ¿Qué pasa si un día se caen todas? ¿Si no queda ninguna? La rama desnuda. El árbol quieto. Ningún brote a la vista. Tal vez la muerte sea eso: no el último suspiro, sino quedarse sin ninguna idea a la cual agarrarse. Sin nada que justifique levantarse de la cama. Las ideas no caen todas del mismo modo.

Algunas se quiebran como vidrio: de golpe, sin aviso. Otras se consumen como una vela que se apaga de a poco, hasta quedar en humo. Y uno, sin darse cuenta, sigue repitiendo esa idea muerta como quien habla dormido. Hasta que un día el eco se corta. En mi vida he sentido las dos cosas. La caída abrupta y el desgaste lento.

Y en ambas la misma sensación: un vacío en el pecho, una intemperie nueva. Pero también, con el tiempo, la misma enseñanza: siempre aparece otra. Siempre. Quizás no la que esperábamos, quizás más frágil, pero suficiente para volver a caminar. No somos más que eso: caminantes de ideas.

Nacemos con las ingenuas: que el mundo es bueno, que los mayores dicen la verdad, que nada puede dañarnos. Crecemos con las rebeldes: que todo se puede cambiar, que somos invencibles, que la libertad está a un paso. Y llegamos a la adultez con las más concretas: que vale la pena trabajar, que el amor necesita cuidado, que construir algo sólido tiene sentido.

Y en cada etapa, algunas se nos caen y otras nacen. Ese vaivén nos escribe. Ese inventario invisible es la verdadera biografía de cualquiera. Hay convicciones que duran toda la vida. No son muchas. Dos, tres, con suerte. Pero son las que nos salvan cuando todo lo demás se derrumba. Son los maderos a los que uno se aferra en el naufragio. Y si resisten la tormenta, uno también resiste.

He visto a un anciano hablar de proyectos con la pasión de un niño. Y a jóvenes apagados, sin fe en nada. Y entendí que no es la edad la que marca la vitalidad, sino la idea que uno todavía sostiene. Eso, y nada más. Quizás, si uno pudiera escribir su historia, no debería usar fechas ni logros.

Bastaría con hacer la lista de las ideas que lo sostuvieron y las que se le cayeron. Eso diría más de nosotros que cualquier currículum. Porque al final lo que somos no está en los diplomas, ni en las fotos, ni en las casas. Está en lo que creímos posible, en lo que nos atrevimos a imaginar.

Hay ideas que no queremos soltar aunque nos hagan daño. Y hay ideas que nos sorprenden de la nada, como semillas que alguien dejó caer en el camino. Una conversación escuchada de rebote, una frase subrayada en un libro olvidado, un gesto en la calle. Y de pronto, la chispa. La certeza de que algo vale la pena. Cioran desconfiaba de las certezas, pero sabía que sin idea no hay dignidad posible.

El dolor bruto, sin idea, destruye. Con idea, se soporta. Lo he visto: enfermos que soportan la agonía porque creen que todavía hay algo que enseñar a sus hijos. O gente que resiste la miseria porque cree que un día habrá justicia. Eso es lo que nos hace dignos de los sufrimientos: no evitarlos, sino llenarlos de sentido.

Y me pregunto: ¿qué idea será la última en caerse? ¿Cuál será la que me acompañe hasta el final? Quizás no la que yo pienso. Quizás no la que repito en público. Quizás una que guardo en secreto, apenas un murmullo que nunca dije en voz alta. Tal vez morir sea eso: dejar caer la idea más íntima, la que nadie conocía. Y con ella, soltarlo todo. Pero mientras tanto vivo.

Vivo en tránsito. Entre ideas que nacen y otras que mueren. Entre muletas que se rompen y otras que aparecen en el suelo, esperando que yo las recoja. Vivo así, temiendo y esperando, como cualquiera. La arquitectura me enseñó más sobre esto que los libros de filosofía. Toda construcción empieza en una idea.

Y toda construcción, tarde o temprano, se agrieta, se derrumba. Pero nunca desaparece del todo: queda en la memoria de los cimientos, en la forma que deja en la tierra. Así son nuestras ideas. Incluso cuando caen, dejan huella. Esa huella puede ser ruina o semilla, pero siempre algo queda. Y a veces alguien más la encuentra y la levanta de nuevo.

He caminado entre casas derrumbadas después de la inundación del 2003. No quedaba nada en pie, pero en el aire todavía se sentía la forma de lo que había sido. Los muros caídos hablaban. Los pisos enlodados también. Las ideas caídas son así: hablan incluso cuando ya no se sostienen. Y uno, al escucharlas, entiende cómo fue posible la vida en ellas.

Lo repito: cuando se me caiga una idea, no habrá ruido. Solo yo sabré que algo terminó. Y lloraré esa ausencia como se llora a un amigo que se muda lejos, tanto, que fue al cielo. Pero también sabré que me corresponde seguir caminando, hasta que otra aparezca. Porque de eso se trata. De sostenerse hasta el próximo hallazgo.

La mayor pobreza no es carecer de dinero. Es carecer de ideas. La verdadera riqueza no es acumular cosas, sino sostener aunque sea una sola idea que haga que todo valga la pena. Y si el día de mi muerte coincide con la caída de la última, entonces ojalá ese silencio sea digno.

Digno de mis sufrimientos, como quería Emil Cioran (1911-1995). Y digno de los que me rodearon, porque quizás alguna de esas ideas caídas les sirva a ellos, como ruina, como semilla, como recuerdo. Mientras tanto sigo, con esta certeza mínima: viviré hasta que se me caiga una idea. Y si después de esa caída no queda nada, entonces habrá valido la pena haber creído aunque fuera por un instante.

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