Dos mujeres, ocultas entre las cañas, observaban las naves. Las motivaba la curiosidad y el temor ante lo desconocido, en una noche iluminada por fogatas.
Mientras lavaban sus ropas a orillas del río, las mujeres vieron aparecer dos embarcaciones que remontaban las aguas a contracorriente. Corrieron ágiles a buscar refugio en una cueva tallada en la barranca. Desde allí, vieron pasar una barca pequeña impulsada por hombres que remaban a tambor batiente.
Detrás, venía otra barca de gran porte, con velas infladas por el viento y banderas rojas ondeantes. Ocultas por las cañas que crecían con abundancia sobre la costa, las mujeres esperaron quietas que las naves se alejaran río arriba. Aramí, la más joven, casi niña, preguntó si en las Tierras Altas vivían otros pueblos.
Ninguna lo sabía con certeza, pero Jara, la de cabellos blancos, recordó el relato de un viajero que había visto allá criaturas extrañas, revestidas de plata, mitad hombres y mitad bestias, con bastones que disparaban fuego…
Las mujeres siguieron con cautela a las naves desde la costa. Caminaban inclinadas y, cuando encontraban vegetación que las ocultara, se detenían, erguían la cabeza y miraban anhelantes, curiosas…
Extraña noche aquella, de luna nueva, iluminada por las fogatas que los hombres de los barcos encendieron sobre la arena para proteger su descanso. Lo desconocido provocaba insólitos temblores en las mujeres. Los temblores se hicieron murmullos y los murmullos, canto.
La voz de Jara entonó una canción ancestral.
En el cuerpo de Aramí, el canto se hizo danza.
Los hombres dormidos sobre la playa soñaron maravillas.