Por Natalia Pandolfo
npandolfo@ellitoral.com
Los adoquines de la esquina de 3 de Febrero y 9 de Julio hacen rebobinar el reloj de la historia unas cuantas décadas. Dentro del templo, los únicos que registran el ingreso son la Virgen Dolorosa y el Jesús Nazareno. Más atrás, casi en el altar, un par de señoras de pollera debajo de la rodilla reza el Rosario.
El padre Tomás Olazábal está de vacaciones. La fama corrió rápido: llegó desde Buenos Aires a principios del año pasado, y cuando el calendario marcó diciembre, su nombre ya era vox populi. “En Santa Fe hay un cura sanador”, dicen algunos. Otros, sobre todo dentro de la Iglesia, prefieren hablar de “la gracia de Dios que se manifiesta a través de un instrumento, que es el sacerdote”.
Lo cierto es que, desde hace unas semanas, el edificio comenzó a cambiar su fisonomía. Increíblemente, las misas empezaron a llenarse de gente. De cinco o seis fieles, de esos que suelen marcar asistencia perfecta a las celebraciones, los bancos pasaron a recibir visitas de a cientos. Y los límites del templo se expandieron hasta la calle.
Las historias de sanación circularon a ritmo inversamente proporcional al que parece imperar ahora entre los muros. Al mismo tiempo, nacía el rumor: al padre lo trasladan.
La Iglesia es así
En la Iglesia hay silencios que hablan. No todos están de acuerdo con el renombre que adquirió el cura en el último tiempo, a fuerza de boca a boca, cámaras y micrófonos. Las envidias se entremezclan con el descreimiento y con la ambición de que el silencio vuelva a imponer su manto sagrado en el tradicional convento.
“No se sabe qué va a pasar conmigo. Desde Buenos Aires me dijeron que en marzo me trasladan a otro destino. El argumento es que estoy estudiando poco, y que no estoy viviendo ciertos elementos de la vida comunitaria, como la oración en comunidad y la vida fraterna”.
El que habla del otro lado de la línea es el padre Tomás. Está de licencia, y lo espera luego un retiro espiritual. Prefiere no decir desde dónde está llamando.
—¿Cómo analiza usted esta decisión de sus superiores?
—Tengo que obedecer. El Señor sabe lo que hace.
La noticia suena, al menos, sospechosa. Lo habitual es que un sacerdote se establezca al menos dos o tres años en un sitio. Incluso hay algunos que se quedan durante décadas. No hay demasiado tiempo para preguntas: la comunicación se corta abruptamente, bajo el argumento de que no están dadas las condiciones de seguridad suficientes para hablar.
Ante la noticia de la posible remoción, a principios de enero un grupo de fieles inició una cadena para juntar firmas. Ya llevan reunidas más de 5.000. “Desde hace un tiempo tenemos en Santa Fe un sacerdote dominicano que hace verdaderos milagros. Mucha gente enferma, física y espiritualmente, acude a él con éxito para suavizar sus dolencias. Es sanador en el sentido amplio de la palabra (vidente, exorcista y curador), como lo es el Padre Ignacio de Rosario. Por esas cosas humanas de celos, quieren reemplazarlo por otro sacerdote”, reza uno de los mails que circula por Internet.
El padre Tomás nació en San Juan. Una de las personas que lo conoce lo describe como “un hombre manso, bueno, humilde, siempre dispuesto. La gente lo viene a buscar a cada rato, sobre todo cuando es necesario imponer la Unción (sacramento que se brinda en casos de enfermedades graves o vejez). Él nunca tiene un no”.
— ¿Por qué quieren sacarlo, entonces?
— La Iglesia es así.
Milagros inesperados
El convento de Santo Domingo de la ciudad de Buenos Aires está ubicado en el barrio de Monserrat. Entre sus gruesas columnas se cuela la historia: no sólo porque fue construido a mediados del siglo XVIII, sino porque allí descansan los restos de Manuel Belgrano. Actualmente se encuentra en proceso de restauración.
Unas de sus reliquias son las banderas que intervinieron en la primera invasión inglesa. Allí vive fray Pablo Sicouly, el Provincial, es decir, quien está a cargo de los dominicos en Argentina. Desde ese lugar habría partido la decisión de imponer otro destino al padre Tomás.
El Litoral intentó comunicarse con el superior, o con alguna autoridad de la orden, para confirmar la noticia e indagar sobre las causas. Imposible: en este momento, Sicouly vacaciona en Europa. Otra de las opiniones requeridas fue la del arzobispo de Santa Fe. Más modesto, Monseñor Arancedo disfruta por estos días de un tiempo de descanso en Calamuchita. En ningún caso hubo una palabra oficial al respecto.
Mientras tanto, muchos esperan que vuelvan las misas del cura sanador. Queda el eco de los pasos haciendo cola para recibir la bendición o para acceder a una entrevista personal. El murmullo de los pedidos desesperados se mezcla con un rosario de rumores. Algunos ponen el grito en el cielo ante la horrorosa visión de una vereda potencialmente plagada de vendedores ambulantes, en uno de los espacios más calmos del coqueto sur santafesino. Otros se consuelan yendo al templo a buscar agua bendita, que emana de un dispenser.
En el imaginario colectivo, el caso remite a otros que recorrieron caminos similares, y que tuvieron que sortear no pocas dificultades, como el del padre Mario Pantaleo en González Catán, provincia de Buenos Aires o, más acá en el tiempo, el del padre Ignacio Periés, en Rosario (ver “Dos historias...”).
“Si el objetivo más alto de un capitán fuera preservar su barco, lo mantendría en el puerto por siempre”. Lo dijo un santo, el más importante filósofo y teólogo de la Iglesia Católica Romana, tocayo del dominico protagonista de esta historia. Corría el siglo XIII. El adoquín todavía no había sido inventado.































