Ignacio Andrés Amarillo
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En 1958, la compañía de bebidas Joseph Seagram and Sons terminó su edificio en Park Avenue, diseñado por los arquitectos Mies Van der Rohe y Philip Johnson, quien llamó a Rothko para encargarle una serie de pinturas para el restaurante del edificio. “Le pusieron Las Cuatro Estaciones (The Four Seasons), como las de Vivaldi”, dice el pintor de ficción. Además de 350.000 dólares, el cada vez más susceptible Rothko (contra museos y galerías) encuentra en esa oferta la oportunidad de crear un espacio donde sus pinturas funcionen entre sí, como una sinfonía, y de paso sean un golpe al corazón del capitalismo y las clases acomodadas. “Quiero sacarles el apetito”, afirmará, en otra prueba de la buena documentación que hizo Logan a la hora de empezar su trabajo.
Las fauces de la nada
En ese momento, es cuando llega el ayudante, lleno de efervescencia juvenil, a revolucionar la vida del veterano maestro. Lo encuentra en lucha contra la fama, la que llevó a Jackson Pollock a comprarse el convertible en el que murió y a Pablo Picasso a “firmar menúes por dinero”. Él, parte de la generación que se llevó puesta al cubismo (en el afán de “matar al padre”), se ve ahora amenazado por el pop art de Andy Warhol con sus sopas y Roy Lichtenstein con sus historietas. “¿Acaso van a exponer esos cuadros al lado de los de Vermeer?” (sabemos hoy que los exponen junto a los de Rothko); los aborrece porque “no son serios”, y hay que ser serio para poder construir la propia eternidad: como Velázquez, como Miguel Ángel, como Rembrandt.
En algún punto, estamos ante un tratado sobre la declinación: ¿cómo hablar del parricidio cuando uno es hoy el padre? Pero al viejo maestro le quedará el último gesto paternal posible: esperar que el discípulo tenga su oportunidad en ese mundo que se revela nuevo y amenazante.
Logan tomó nota de ciertas interpretaciones que ven en el crecimiento de los tonos oscuros en la obra del artista la curva hacia su deterioro y suicidio, y sintetiza en frases precisas la batalla del rojo contra el negro, de la llama vital contra la muerte que finalmente siempre termina ganando: así, el negro es la oscura boca que nos terminará devorando, por más carmesí y ciruela que desparramemos frenéticamente sobre el lienzo.
El exceso y la línea
Julio Chávez vuelve a demostrar su solvencia actoral, que le ha valido la consideración en el espíritu de muchos como “el gran actor nacional”. El mismo intérprete que ha dado tantos personajes contenidos, aquí tiene la oportunidad de expandirse, de explotar en el exceso verbal, el gesto ampuloso (del amague de un ataque a la forma de comer galletas, el complemento de una mímesis física con el original), pero también en el momento de oscuridad. Como en los cuadros de Rothko, Chávez se mueve entre la violenta pincelada de carmín y alguna subcapa oscura, el negro que amenaza devorar el rojo. Y más allá del “vhisky” (que los adaptadores Fernando Masllorens y Federico González del Pino sostuvieron en el texto y, ya que estamos, lo que generosamente bebía el artista y la base de la riqueza de Seagram), hay algo de la cadencia del ruso y el ídish en el hablar: no es una imitación ni una macchietta, es algo que está ahí, flota como en la pintura.
Para seguir la metáfora, podemos pensar que Gerardo Otero como Ken (personaje que en el estreno londinense estuvo en manos del ahora oscarizado Eddie Redmayne) viene a ser el cuadrilátero oscuro que rodea el cuadro, las líneas que lo surcan. No es temor reverencial hacia Chávez lo que hace algo contenida su actuación (que bien podría, según se mire) sino la necesidad de un sparring contenedor para esa arremetida escénica, casi como el tipo serio que daba los pies a los viejos capocómicos.
Y tampoco estamos tan lejos: la dirección de Daniel Barone permite jugar las distensiones con humor, entre las particularidades del personaje central y algunas situaciones con su contraparte. Pero las sombras están allí, se mueven, nos buscan.
Tripulantes
La versión de gira recupera virtuosamente el diseño de escenografía que Jorge Ferrari realizó para la sala Pablo Neruda del Paseo La PLaza, mientras que Horacio La Rosa adaptó el diseño de luces de Eli Sirlin, una de las claves para dinamizar el color, para que el cuadro “se mueva”. Lili Popovich (coach actoral de Chávez) y Gachi Hasper (coach y asesora en pintura) contribuyeron al verosímil de estos dos personajes cruzados en un espacio del tiempo como dos estrellas fugaces en direcciones opuestas. Con esa tripulación, Barone capitaneó una puesta al servicio de una historia, de un personaje único y del actor que, parece, todo lo puede cuando se encienden las luces.