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La vuelta al mundo

Pablo Escobar: narcotráfico y populismo (II)

Por Rogelio Alaniz

Pablo Escobar: narcotráfico y populismo (II)Pablo Escobar: narcotráfico y populismo (II)

Miércoles 20.11.2013
 0:20

Pablo Escobar junto a su mujer Victoria Eugenia Henao, durante un partido de fútbol en Medellín. Su esposa e hijos fueron su exclusiva debilidad. Foto: Archivo

Rogelio Alaniz

En uno de sus ensayos, Gabriel García Márquez considera que el daño del narcotráfico a una sociedad consiste en habituarla en el consumo de una droga mucho más dañina que la cocaína: el dinero fácil, la convicción cada vez más extendida entre los pobres y las clases medias de que es más interesante el oficio de narcotraficante y sicario que estudiar o capacitarse en algún trabajo lícito.

Los millones de dólares del narcotráfico dieron lugar a una subcultura que se extendió en la sociedad a través de todas las clases. Hasta el momento en que Escobar le declara la guerra al Estado, los narcotraficantes eran hombres aceptados socialmente en Colombia y en muchos casos queridos. A la residencia campestre de Escobar -en cuyo portón de ingreso había una vieja avioneta, la primera que había utilizado para trasladar cocaína- asistían empresarios, familias patricias, hombres y mujeres de la farándula, dirigentes políticos y candidatos presidenciales a disfrutar de las comilonas, bailes y paseos por los bosques o a orillas de los lagos, que organizaba esa versión latinoamericana de Gran Gatsby.

Ningún integrante de esas ruidosas y alegres comitivas que se daban cita en su hacienda desconocía el origen de la fortuna y de los hábitos criminales de Escobar, visibles en sus guardias armados, en esos hombres silenciosos y de mirada hosca que se paseaban por las galerías de la mansión o recorrían los patios o aguardaban montados en esas camionetas que la jerga popular había bautizado con el previsible apodo de “Narcotoyotas”.

Los narcotraficantes en esos años compraban las mansiones patricias de Medellín, Bogotá y Cali. Algunos invertían en caballos, otros en autos y motos de carrera. Preocupados por su guaranguería hacían cursos de buenos modales, asistían a exposiciones de pintura, pagaban conciertos, se esforzaban por ser admitidos en los salones de las familias tradicionales. Ostentosos y pintorescos, uno de ellos levantó en su ciudad un monumento a John Lennon. Escobar, por su parte, instaló en su hacienda un zoológico con animales traídos de todo el mundo.

Para el “patrón”, como le decían sus sicarios, el negocio de la cocaína a los únicos que podría llegar a perjudicar era a los detestables “gringos”, quienes además de viciosos eran hipócritas, ya que según su opinión, si realmente fueran sinceros en su lucha contra la droga hubieran empezado por prohibir el alcohol y el cigarrillo. Según su punto de vista, Estados Unidos era muy celoso para combatir a los narcotraficantes en Colombia, porque eso les servía de excusa para enviar tropas destinadas a sofocar las luchas sociales.

En esa línea de razonamiento, los veinte millones de consumidores de cocaína en “Gringolandia” recibían la droga de Colombia o México, pero eran abastecidos por traficantes internos que obtenían ganancias tan importantes como los narcos latinoamericanos, pero con una diferencia: en las cárceles de Estados Unidos hay “sudacas” pero no se sabe que haya un solo yanqui detenido por delitos relacionados con el negocio de la droga.

Escobar nunca creyó que Estados Unidos pudiera derrotar al narcotráfico. Alguna vez declaró que su inventiva empresarial siempre iría por delante de los más sagaces agentes de la DEA. Su certeza acerca del futuro de sus negocios con la cocaína se fundaba en un principio que él lo vivía con la certeza de un dogma: nunca las sociedades han logrado derrotar sus vicios.

A sus caprichos privados, a su avidez por disfrutar de los millones, a su sensualidad desbordada, Escobar sumaba sus políticas sociales, su gusto por ser querido por el pueblo y devolverle -como le gustaba decir- a los más pobres un poco de todo lo que a él le sobraba. Cuando asumió como diputado nacional, saludó a la platea con los dedos en V, y en su breve discurso les dijo a los circunspectos conservadores que lo escuchaban, que él no ingresaba a la política para que los ricos sean más ricos, sino para que los pobres dejen de serlo. Hospitales, escuelas, estadios de fútbol, planes de viviendas daban cuenta de sus aspiraciones de convertirse en un líder popular que arengaba a los pobres de Medellín con la consigna: “Con Escobar en los barrios populares la noche se hizo día”.

Quiso ser un líder político, pero no pudo ingresar al sistema porque el viejo patriciado conservador y liberal le cerró las puertas por buenos y malos motivos. Como se sabe, sobre Escobar se ha escrito y se sigue escribiendo mucho, pero una de las hipótesis de los historiadores es preguntarse si no hubiera sido preferible para Colombia haberlo dejado entrar al sistema político para controlarlo, impidiendo de ese modo una guerra que a Colombia le costaría miles de muertos y millones de dólares.

El propio García Márquez se pregunta qué habría ocurrido si el gobierno nacional hubiera aceptado la propuesta de Escobar, propuesta hecha formalmente al ex presidente López Michelsen para que actuara de mediador ante el gobierno a fin de firmar un pacto que incluía el compromiso por parte de los narcos de abandonar el tráfico de droga, traer sus capitales colocados en la banca internacional, invertir en actividades productivas e incluso colaborar en el pago de la deuda externa.

¿Creerle o no creerle? Un país normal no puede aceptar negociaciones con delincuentes, pero Colombia para entonces hacía rato que había dejado de ser un país normal. De todos modos no es aconsejable crear mitos con delincuentes de esta calaña. Escobar fue un asesino serial y no un bandido social al estilo Robin Hood o nuestro Mate Cosido. Sus campañas terroristas produjeron la muerte de centenares de policías y oficiales de las fuerzas armadas, pero la furia criminal también alcanzó a inocentes. Víctimas azarosas de operativos dinamiteros en bares, bancos, comercios e incluso aviones.

Lo que en él llama la atención fue la osadía de sus desafíos y el talento perverso con que supo llevar adelante sus objetivos. El Estado colombiano nunca corrió peligro de derrumbarse por los ataques de Escobar, pero está claro que en algún momento lo hizo temblar e incluso lo llegó a poner de rodillas. Nunca antes, y seguramente nunca después, un delincuente fue tan audaz y talentoso, de una manera tan perversa. Uno de sus enemigos declarados dijo de él luego de su muerte: “Fue un hombre excepcional, una de esas personas que la naturaleza produce cada siglo entre millones”.

Villamizar, embajador, ministro, cuñado de Carlos Galán -el candidato liberal asesinado por Escobar- un hombre que eludió por milagro las balas de los sicarios, y además tuvo que negociar con Escobar la libertad de su hermana y su esposa, decía de él que llamaba la atención la serenidad con la que se desenvolvía en las situaciones más escabrosas. Esa serenidad, ese autocontrol, era, decía Villamizar, algo inhumano, temible, pero deslumbrante.

Escobar no sólo negoció con la derecha. También lo hizo con la izquierda, signo ideológico al que se jactaba de pertenecer. Hizo acuerdos y también los rompió con organizaciones guerrilleras, y algo parecido ocurrió con los negocios abiertos con sandinistas de Nicaragua y cubanos de Fidel.

A la hora de declararle la guerra al Estado recurrió a la dinamita como arma de lucha, siguiendo para ello los consejos de sus amigos de la ETA. Fiel a su estilo populista, aconsejaba usar los cartuchos sin asco. “Nunca se olviden que la dinamita es la bomba atómica de los pobres”, le decía a sus sicarios que lo adoraban, le temían y se enriquecían a su lado.

Escobar fue muerto en diciembre de 1993 por un comando de elite. Para ese momento era una sombra de lo que había sido. Aislado, perseguido por el Estado y por las bandas del narcotráfico que no le perdonaban sus traiciones, fue descubierto porque se demoró hablando por teléfono con sus hijos más de tres minutos, el tiempo máximo a emplear antes de ser detectado por los sistemas de inteligencia. No deja de llamar la atención que el criminal más feroz de Colombia, el responsable de la muerte de miles de personas, el operador político infalible y despiadado, haya muerto por insistir en comunicarse con su mujer y sus hijos, su única y exclusiva debilidad.

El Estado colombiano nunca corrió peligro de derrumbarse por los ataques de Escobar, pero está claro que en algún momento lo hizo temblar e incluso lo llegó a poner de rodillas. Nunca antes, y seguramente nunca después, un delincuente fue tan audaz.

A sus caprichos privados, a su avidez por disfrutar de los millones, a su sensualidad desbordada, Escobar sumaba sus políticas sociales, su gusto por ser querido por el pueblo y devolverle -como le gustaba decir- a los más pobres un poco de todo lo que a él le sobraba.

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