"Incluso en la noche más densa, hay grietas por donde entra la luz del amor vivido, del recuerdo compartido, y de la humilde verdad que uno aprende al resistir”
El relato explora la lucha interna contra la melancolía, revelando cómo los recuerdos y la resistencia personal pueden ser claves para encontrar sentido.

"Incluso en la noche más densa, hay grietas por donde entra la luz del amor vivido, del recuerdo compartido, y de la humilde verdad que uno aprende al resistir”
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No hay puertas. No hay ventanas. Solo este aire espeso, tan denso que a veces siento que es alguien el que se sienta sobre mis hombros. Respiro con esfuerzo, como si cada bocanada de oxígeno debiera ganarla con un recuerdo.
La habitación no tiene nombre. La oscuridad no es apenas la ausencia de luz, sino una sustancia que se adhiere al cuerpo, al alma, como alquitrán invisible. Estoy aquí desde que tengo conciencia, o tal vez desde que la perdí.
Esa habitación, si pudiera llamarla así, no está afuera: la cargo dentro. La arquitectura es del alma, hecha de fragmentos de pérdidas, de preguntas que no fueron respondidas, de vacíos más íntimos que el estómago. A veces no late el corazón. O no se lo escucha. Como si se hubiera escondido de sí mismo.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Las paredes no se mueven, pero mi mente sí. Algunas mañanas -si es que aquí existen- despierto con la sensación de haber sido alguien. Alguien que reía, que pedaleaba contra el viento, que se caía y se levantaba entre el barro.
Me llega, de tanto en tanto, un olor remoto: pan tostado, perfume de madre, transpiración de amigo en tarde de fútbol. Son aromas que no pertenecen a esta celda, pero la fisuran. Como si en esa memoria olfativa hubiese una grieta. Una herida por donde, con lentitud casi irónica, entra algo parecido a la vida.
No hay forma de salir. Lo supe siempre, aunque durante años me golpeé contra las paredes, grité, arañé el suelo, lloré con rabia muda. Después me rendí. La melancolía no vino de golpe. Se instaló como una humedad. Codiciosa. Disfrazada de introspección. Me convenció de que estar solo era más puro. Que nadie me entendería como este silencio. Que pensar era mejor que vivir. Me sedujo, y yo cedí.
La llamé compañera, madre, amante. Me creí dueño de mi encierro, cuando apenas era huésped. Y sin embargo, vivo. No sé de dónde surge, ni cómo explicarlo, pero hay en el fondo una fuerza tenaz que me llama por mi nombre. No tiene sonido, pero resuena. No tiene forma, pero me contiene. Es entonces cuando los recuerdos regresan, no como nostalgia, sino como semillas de sentido.
La infancia. Una risa abierta. Piedras en la calle de tierra. Una hormiga trepando una rama rota. Y más tarde, otro instante: mis hijas pequeñas, sentadas conmigo alrededor de una mesa, cada uno leyendo un capítulo en voz alta, disfrazando las voces, riendo a carcajadas por lo ridículo de algunos diálogos.
Una de ellas, con los ojos entrecerrados, decía que las letras eran tan pequeñas que parecían tener patas. Esa frase me sostuvo días enteros. No eran solo recuerdos. Eran fragmentos de humanidad que se negaban a morir. Se abrían paso entre las sombras como raíces buscando agua. Me enseñaron algo cada vez.
Y cuando me sentía desfallecer, aparecían. Como esas luciérnagas que uno cree extintas, pero que iluminan solo cuando dejamos de buscarlas con desesperación. En esos momentos no había más luz, pero sí un cierto calor. Una forma de compañía. He buscado la felicidad en muchos lugares, confundido su silueta con promesas ajenas.
Pero un día, en medio de esa noche espesa, entendí que no estaba allá afuera. Que la dicha no se encuentra, se reconoce. Y la descubrí, simple y pequeña, como una chispa, acá adentro. En mí. En el modo en que resisto. En el modo en que abrazo mi fragilidad y sigo. Porque eso también es vida.
Con los años, como si la vejez trajera linternas secretas, empecé a ver con más claridad. El cuerpo envejeció incluso sin moverse. Mis pensamientos se volvieron más lentos, pero más nítidos. Descubrí que la oscuridad no estaba en las paredes, sino en el alma. Que muchas veces la sombra no es ausencia del sol, sino miedo a la luz.
Comprendí que no hay salida porque no la buscamos hacia adentro. Que el saber - no el erudito, sino el humilde, el aprendido a fuerza de vivir - puede disolver incluso lo que parece eterno.
Ahora la melancolía aún me visita, pero ya no se sienta sobre mí. La invito a hablar. Le cuento historias. Le leo poemas. Le hablo de mis hijas, de lo que me enseñaron sin saberlo. De cómo, sin ellas, yo seguiría creyendo que la vida estaba allá afuera, y no en la voz con la que una niña me preguntó, un día: “¿por qué las palabras parecen tener patas?”
Tal vez nunca salga de aquí. Tal vez esta habitación sea mi forma de existir. Pero ya no es mi condena. Ahora, cuando cierro los ojos, no veo oscuridad. Veo rostros, veo juegos, veo errores, veo abrazos. Y en todos ellos, hay algo que brilla, muy suavemente, como si fuera el oro escondido en una grieta.
He comprendido que el dolor, si no lo negamos, si lo escuchamos con respeto, también puede ser umbral. Que lo que parecía un final, apenas era el lugar exacto donde todo podía recomenzar. Porque al final, la salida no estaba afuera. La salida era yo.
Y si vos también estás ahí dentro, si el aire te pesa y la noche no termina, no te olvides: hay grietas. Hay huellas. Y aunque no lo veas aún, hay en vos una luz que no se ha apagado. Solo espera que la recuerdes.




