Carlos Catania
Con una suerte de malsana alegría y mucha tristeza compruebo que ciertos pronósticos acerca del dragón sabatiano de los cielos han sido confirmados. Hace tiempo Sábato había dicho que “así como los terremotos son percibidos antes por pájaros, perros y ratas, que tienen sentidos más agudizados que los nuestros, las grandes convulsiones espirituales son presentidas por los artistas y pensadores más sensibles”.
No le falta razón. Una cultura carente de pensamientos e imaginación, con seres entregados a guías y profetas, que confunde información a chorros con conocimiento, que se esconde, que odia y envidia, que se aburre, que es fácil presa de santurrones y resentidos, que apetece no la vida sino los objetos que la adornan y prostituyen... Tales son las cualidades del monstruo que Natalicio Barragán divisa aquel día. Cualidades menores, digamos, las más inocentes. Hay otras que huelen a muerte y destrucción.
Los años no han doblegado el espíritu de este escritor que un día me honró para siempre con su amistad, lo que me ha permitido acercarme al hombre y a su obra con la expectativa de los remotos grumetes que, sin rango entre la tripulación, tenían no obstante el privilegio de otear el horizonte y anunciar descubrimientos.
Hace algunos años una revista porteña publicó una sugestiva foto de Ernesto Sábato. Pequeño y solitario, encogido en un banco, aguardaba el tren. La imagen me dio qué pensar, porque Sábato, en definitiva, siempre ha sido eso: un Gran Niño solo esperando un tren que nunca llega. Considerémoslo algo más que una metáfora. Narrar una vida, examinar una obra, supone cierta identificación básica con el escritor escogido. En este caso, la nostalgia ha estado presente desde el comienzo. Si se desea captar la atmósfera esencial sabatiana no queda más remedio que rastrear estos dominios, no siempre dispuestos a dejarse seducir por análisis “objetivos”; sin embargo, en pocos ejemplos de la literatura argentina es posible detectar con tanta precisión la coherencia escritor-obra, la relación ficción-historia y la dialéctica Razón-demonios. Es necesario entonces otorgar tanto crédito a datos emparentados con la certidumbre como a secretos mensajes. Constituyen una concepción del mundo. A los buenos lectores, Borges los llamaba cisnes más tenebrosos y singulares que los buenos autores.
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