Hay artistas cuyo "sello" se adivina en el contorno de sus primeras obras. Es como si allí estuviera, en potencial, todo lo que vendría después.
Documentos del archivo del diario permiten reconstruir la etapa inicial del reconocido escultor, cuando su obra comenzaba a mostrar un lenguaje que luego sería su sello distintivo.

Hay artistas cuyo "sello" se adivina en el contorno de sus primeras obras. Es como si allí estuviera, en potencial, todo lo que vendría después.
Un ejemplo es "El picador amarillo", obra de juventud de Pablo Picasso, donde en un soporte de madera de cedro ya están sus ansias rupturistas, que luego se harían patentes.
En Santa Fe, a comienzos de los años 70, mientras la ciudad ensayaba nuevas identidades estéticas, un joven escultor comenzaba a imponer su nombre. Era Roberto Migdal.
La prensa local, en particular El Litoral, fue testigo de esos primeros pasos, de esa búsqueda por un "volumen recorrible" que invitaba a ser mirado y (como interesa a los artistas que se precian) a generar conversación.
El 27 de noviembre de 1971, Jorge Taverna Irigoyen, uno de los críticos más lúcidos que tuvo la región, observó en El Litoral el germen de una estética que luego sería "marca" del escultor.
Su lectura se detenía en esa primera etapa del artista, cuando Migdal "realzaba un volumen aéreo, de enlaces alámbricos provistos de una fantástica subjetividad".
Esa frase resumía (o intentaba hacerlo) la impronta del escultor: estructuras que parecían esqueletos de cuerpos humanos, tensadas en su desplazamiento.
"Esqueletizando las formas humanas, las vigoriza en el movimiento y en la actitud, de sugestivos contenidos poéticos", escribía Taverna en su columna.
Para el autor de la reseña, lo más notable era cómo esos planos sugeridos "se multiplicaban armoniosamente en un crecimiento de sereno goce perceptual". La noción de "crecimiento", más que a la obra, describía a Migdal mismo.
Ese año, la muestra presentada en la sala de arte Ocean, auspiciada por el Núcleo Cultural del Movimiento de Juventudes, fue un quiebre. Migdal se adentraba en un universo de mayor densidad.
Taverna registró este desplazamiento. "Presenta siete esculturas de chapa soldada, trabajadas dentro de la forma poliédrica, de volumen cerrado. Son pájaros, extrañas aves que están como flotando en un espacio mágico", anotó.
Las obras, concebidas como aves suspendidas, parecían buscar equilibrio entre lo metálico y lo liviano. El núcleo del pájaro se tensaba hacia las patas recogidas, hacia la extensión del pico, generando una "balanceada armonía de masas".
Ese trabajo con la chapa soldada, sin embargo, mostraba algunas decisiones todavía incipientes, propias de un lenguaje que estaba en construcción. Taverna lo señaló en estos términos: "la carencia de una pátina más exigida resta vibración a estos trabajos, que se ofrecen un tanto 'inacabados' a la apreciación".
Más allá de los matices técnicos, la nota publicada por El Litoral en 1971 veía en Migdal a un escultor en ascenso, dueño de una intuición formal que no podía pasarse por alto.
"La muestra interesa como nuevo camino expresivo de un escultor joven y pujante, que ya ha dado algunas pruebas de su capacidad para comunicarse en el campo artístico", dijo Taverna.
Ese reconocimiento temprano, escrito en las páginas de un medio que acompañó históricamente el devenir cultural de la región, sirve hoy como documento. Migdal ya estaba ahí, delineando un universo propio.
En las décadas posteriores, se volvería un nombre escuchado con frecuencia por el público local, creador de obras emblemáticas para la ciudad y la región.




