Por Rogelio Alaniz
Lo que se discute en Egipto no es si Mubarak se queda o no, sino la calidad de la salida política. Mubarak pertenece al pasado, hasta por razones biológicas. Su máxima aspiración es la de liderar el proceso de cambio que ponga fin al régimen que manejó a su gusto durante treinta años. Su hombre de confianza parece ser Omar Suleiman. También se habla de Ahmed Safiq, pero hasta tanto alguien demuestre lo contrario, Suleiman es el candidato. Por lo menos es el cuadro político más formado y más reconocido puertas afuera.
Entre otros méritos, Suleiman goza de la aprobación de la Embajada (de EE.UU., se entiende) y de la CIA, lo cual no es poco. La principal virtud que se le reconoce es haber tenido a raya a los Hermanos Musulmanes. Los que lo frecuentan dicen que es un hombre de buenos modales, afable y culto, una imagen que tiene poco que ver con lo que realmente es. De todos modos siempre es bueno saber que en Medio Oriente, como en cualquier lugar donde se ejerce el poder de manera brutal, los funcionarios más duros no tienen por qué tener malos modales o parecerse a un mono salvaje.
Una salida política con Suleiman a la cabeza podría contar con fuertes apoyos internos y externos, pero también con enemigos irreconciliables. Tal como se presentan los hechos, da la impresión de que los tiempos políticos se han acelerado y lo que ayer era una salida viable, hoy yace en el basurero de la historia. En tiempos de crisis la movilización callejera es importante, pero las decisiones de fondo se toman en otro lado.
De todos modos, cualquier salida que se diseñe deberá contar con el visto bueno del Ejército, el árbitro indispensable de cualquier salida política. Pero hasta ahora, sus posiciones políticas han sido indescifrables. Se sabe que sus oficiales ordenaron no reprimir a los manifestantes. Pero también se sabe que ese Ejército recibe una suerte de subsidio anual de Estados Unidos de alrededor de 1.300 millones de dólares. Con esas “atenciones”, convengamos que resulta difícil para cualquier oficial tomar decisiones en contra de quienes contribuyen a solventar los sueldos y los equipamientos de la institución.
En estas emergencias EE.UU. no hace lo que quiere o lo que se da la gana -como se supone- sino lo que puede. No es que no tenga poder, sino que ese poder no debe desconocer cómo se constituyen las relaciones de fuerza internas. En este sentido, la situación para la Casa Blanca es siempre incómoda: si interviene, es porque practican la política “del garrote” y si no intervienen es porque solapadamente están apoyando a la oposición o al oficialismo. En cualquier caso, lo que hagan estará mal y siempre estarán sospechados. Así, para los seguidores de Mubarak el Imperio es un desagradecido que se borra justo en el momento en que más se lo necesita, en tanto que para la oposición es el centro de todas las críticas, incluso la de los sectores que saben muy bien que en Egipto no hay salida política genuina sin un acuerdo con Estados Unidos.
¿El Imperio tiene derecho a intervenir? Desde el punto de vista de la legalidad de las naciones no lo tiene, pero desde el punto de vista de la lógica del poder lo ejerce de hecho y además no puede evitarlo. De todos modos, no sólo Estados Unidos sigue con atención lo que ocurre en Egipto. Lo mismo hacen la Unión Europea, Rusia y China, al igual que Israel y el resto de los países árabes.
La conmoción interna de una sociedad de ochenta millones de personas en una de las regiones más conflictivas del planeta, no deja indiferente a nadie, mucho menos si se tiene en cuenta que por el Canal de Suez y el oleoducto pasan por día unos tres mil millones de barriles de petróleo. Egipto es un problema de los egipcios, pero es también un problema de todos.
Desde el punto de vista estrictamente político, lo que todo dirigente se propone es tratar de evitar un salto al vacío. O, dicho a la inversa, transformarse en el verdadero garante del orden. Las crisis de esta naturaleza las saldan quienes son capaces de asegurar el orden. Ese orden puede ser de derecha o de izquierda, religiosos o laico, pero en todos los casos debe ser orden y no hay política real sin esa pretensión.
Mubarak supone que la salida correcta es la que él se propone liderar. Los Hermanos Musulmanes no piensan lo mismo. Por el contrario, piensan exactamente lo opuesto: la salida la deben liderar ellos. ¿Están en condiciones de hacerlo? Por lo menos ellos creen que sí lo están y, ya se sabe que en política tenerse confianza es un buen punto de partida.
Por supuesto que despiertan mucha desconfianza y, a decir verdad, algunos méritos han hecho para merecersela. La Hermandad Musulmana se fundó en 1928 y su consigna de bautismo fue la siguiente: “Dios es nuestra meta, el Profeta es nuestro jefe, el Corán nuestra Constitución, la Jihad nuestro camino, el martirio nuestra esperanza”. ¿Mantiene vigencia esta consigna? Por lo menos no la han borrado de sus textos.
Algunos analistas sostienen que en la Hermandad hoy predominan los moderados y que una de sus expresiones más notorias es su actual presidente Muhammad Badi. El caballero es presentado como un dialoguista, pero a él le pertenece esta frase: “Reivindicar la muerte como nuestros enemigos reivindican la vida”. Ni Millán de Astray se hubiera atrevido a tanto.
Sus defensores no desconocen que el origen de la Hermandad pudo haber sido terrorista, pero observan que en los últimos años los muchachos han cambiado, y que ahora predomina el sector político, casi laico.
Por supuesto que los Hermanos no niegan su condición religiosa y tradicionalista, pero esa posición política no sería diferente a la de un partido demócrata cristiano conservador. Ojalá sea cierto. Las palabras son bonitas y las consideraciones muy piadosas, pero el problema es que quienes deberían creerles no les creen. Ocurre que, para bien o para mal, el terrorismo islámico es conocido, y después de algunas décadas de actividad, hasta el observador más ingenuo sabe que estos grupos según sean las circunstancias colocan en un primer plano el ala política o el ala militar. Hoy conviene el ala política, pero todos saben que los grupos armados están activos y que el objetivo sigue siendo recuperar el imperio islámico, incluyendo Europa y América. Esto no es una invención. Está escrito. Como Hitler, los Hermanos Musulmanes no ocultan nunca sus objetivos finales.
Sería deseable, de todos modos, que los Hermanos algo hayan cambiado, porque ningún político de la región ignora que en 1948 asesinaron a un primer ministro y que en 1954 intentaron matar a Nasser. Por si ello fuera poco, en 1981 los militares que ejecutaron a Sadat pertenecían a la Hermandad, aunque hay algunos historiadores que aseguran que eran marginales de la organización, una afirmación difícil de probar, sobre todo porque el operativo contra Sadat nunca lo hubiera podido hacer un puñado de marginales.
Nadie le quiere negar a nadie el derecho a cambiar, pero convengamos que se hace difícil creer en los arrullos de paz de una organización que cuenta entre sus dirigentes prominentes a quien fue la mano derecha de Bin Laden, es decir Al Zawahiri, discípulo preferido de Sayyid Qotb, teórico islámico ejecutado por Nasser en 1966.
Se dice que los Hermanos condenaron el atentado terrorista contra las Torres Gemelas. Es cierto. Pero unos años antes habían condenado el acuerdo de Sadat con Israel, acuerdo que a Sadat le costó la vida y a Egipto le costó que llegara al poder el señor Hosni Mubarak. No concluyen allí los problemas. Hoy los Hermanos siguen creyendo que el mal en la región lo encarna Israel. Es curioso, Egipto está hundido en la pobreza, el hambre y la corrupción, pero el enemigo es Israel. Lo más interesante de todo es que los responsables del mayor número de Hermanos muertos no son los judíos sino Nasser, Sadat y Mubarak, quienes siempre los persiguieron, los ilegalizaron, los sometieron a torturas y los ejecutaron.
Sorprendentemente, la dirigente política que más bregó por la legalización de los Hermanos fue Condoleeza Rice, la sinuosa y lúcida operadora de George W. Bush. Por su parte, Hillary Clinton sostiene algo parecido, y no son pocos los demócratas yanquis que postulan que la única salida posible para asegurar la paz, el orden y los buenos negocios en Egipto, es que los Hermanos -debidamente civilizados- ocupen el poder.
Israel, por su parte, no piensa lo mismo. Los Hermanos, en la región, se identifican con Hamas. Por lo tanto, va a resultar muy difícil convencer a un conservador como Netanyahu, o a un halcón como Liberman, de que lo mejor que puede ocurrir en Egipto es que los dichosos Hermanos se hagan cargo del poder.
































