Quizás debamos aprender a callar para volver a construir. Hay ideas que sobreviven sin pedir permiso. No porque sean dogmas, sino porque se cuelan en las decisiones mínimas: elegir un material, callar un gesto, cederle un metro a la sombra.
El texto aboga por una sostenibilidad que vaya más allá de lo técnico, promoviendo una relación ética con los materiales y el entorno.

Quizás debamos aprender a callar para volver a construir. Hay ideas que sobreviven sin pedir permiso. No porque sean dogmas, sino porque se cuelan en las decisiones mínimas: elegir un material, callar un gesto, cederle un metro a la sombra.
Hay nociones que me acompañan como arquitecto, como profesor, y que me ayudan a mirar la arquitectura no solo como forma, sino como una forma de estar en el mundo. Entre ellas, la más insistente es una: ¿cómo hacer de la arquitectura un espacio donde aún sea posible habitar con dignidad, con verdad, sin exceso?
No pretendo rendir homenaje a Adolf Loos, ni revisitar su biografía. En todo caso, dialogar con algunas de sus intuiciones -la crítica al ornamento vacío, la defensa del espacio interior, la idea de proyectar con conciencia espacial más que con ambición formal- para pensar desde ahí nuestra propia práctica y nuestras propias preguntas. Porque escribir arquitectura también es proyectar.
Y en ese proyectar, a veces silencioso, a veces lleno de dudas, se revelan los contornos de una ética: la de construir sin disfraz, de enseñar sin espectáculo, de diseñar con respeto por la vida que un espacio puede -o no- contener.
Pensar el espacio no como forma, sino como experiencia. No como volumen, sino como tiempo habitado. Esa forma de proyectar me ha acompañado desde hace años: no se trata de organizar metros cuadrados, sino de acompasar actos de vida.
Una arquitectura que no se impone por pisos ni por simetrías, sino por intensidades de uso, por funciones que se superponen, se elevan o descienden en una suerte de coreografía contenida.
Una sala de estar no necesita la misma altura que un comedor. Una escalera no es solo conexión, sino intervalo. Un desnivel no es obstáculo, sino pausa. Y el paso de un espacio a otro puede ser, si uno escucha, un cambio de tono, como en la música. Diseñar espacios con densidad moral, donde cada metro cúbico tenga sentido, es resistirse al plano rápido, al proyecto especulativo, al render vacío.
Hoy habitamos más metros cuadrados, pero con menos sentido. El hogar se ha vuelto oficina, aula, refugio, pantalla. La arquitectura, entonces, ya no puede ser neutra. Debe elegir: imponer forma o escuchar el uso. Yo elijo escuchar. Y en esa escucha, también se aprende a diseñar con los cuerpos, con sus recorridos, con sus pausas necesarias.
La arquitectura se convierte así en coreografía cotidiana: una danza silenciosa entre la vida y sus espacios.
El ornamento no ha desaparecido. Se ha vuelto más sutil, más invasivo, más difícil de nombrar. Ya no está tallado en piedra: se proyecta en pantallas, se desliza en renders, se escapa en filtros. Hoy se diseñan casas que nunca serán habitadas, espacios que existen solo mientras hay conexión. La arquitectura corre el riesgo de convertirse en promesa sin presencia.
Y lo peor: ese ornamento produce subjetividades. Nos educa para desear espacios que se vean bien, no que se vivan bien. Diseñamos para mostrar, no para habitar. Construimos casas que no alojan, sino que exhiben. Y en ese camino, se pierde el espesor, la memoria, la verdad.
Pero también ocurre que el ornamento digital impone un ritmo de obsolescencia al pensamiento. Las modas estéticas se imponen por tendencia, no por pertinencia. Y muchas veces, lo urgente devora lo importante: se construye para ser viral, no para ser vivido. En ese vértigo, discernir se vuelve un acto político.
No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de preguntarnos qué belleza queremos sostener. Porque cuando el diseño se vuelve seducción superficial, deja de ser arquitectura para convertirse en decoración. Y cuando la decoración se convierte en norma, la arquitectura pierde su dignidad.
No hay arquitectura sostenible sin una ética de la materia. Lo que envejece bien, lo que respira, lo que no necesita disfraz: ahí empieza el cuidado. No se trata solo de innovar, sino de volver a mirar lo esencial. La piedra, la madera, el barro, el revoque bien hecho. No desde la nostalgia, sino desde la responsabilidad.
He aprendido que el lujo verdadero no está en lo que brilla, sino en lo que permanece. En lo que puede ser tocado, habitado, reparado. En tiempos de obsolescencia programada y fachadas que se caen al segundo render, volver a lo simple es volver a lo profundo. La sostenibilidad no es solo un discurso técnico: es un modo de relación con el tiempo. Diseñar pensando en los años, no en los meses.
En la reparación, no en el reemplazo. No necesitamos construir más. Necesitamos construir mejor. Y eso empieza por elegir cada material como si fuera palabra. Cada decisión constructiva como un acto de lectura sensible del entorno. Porque los materiales no son solo materia: son memoria, temperatura, sombra. Son el lenguaje con el que la arquitectura susurra.
La arquitectura que me interesa no grita. Susurra. Y ese susurro sucede adentro. En el modo en que la luz cae sobre una mesa. En cómo una ventana no muestra, sino enmarca. En la posibilidad de cerrar una puerta y sentir que el mundo puede, por un rato, esperar afuera.
Hoy incluso lo íntimo se ha vuelto público. Lo doméstico se comparte. Lo personal se transmite. Y en ese vaciamiento afectivo, la arquitectura tiene un rol: resistir. Proteger. Sostener un adentro. Porque no hay cuidado sin resguardo. Y no hay arquitectura del cuidado sin lugares donde no sea necesario fingir.
Diseñar para la intimidad no es retroceder. Es avanzar hacia lo esencial. Es entender que la belleza no siempre está en lo que se ve, sino en lo que se calla. Que la arquitectura no tiene que decir “mírame”, sino “quédate”. Y para eso, hace falta una arquitectura que no piense sólo en lo visible, sino también en lo invisible: la temperatura, el silencio, la acústica, la luz que no enceguece.
Es en esos detalles donde se juega la ética del diseño. En la posibilidad de volver a un espacio y sentir que no nos exige nada, que simplemente nos recibe. Que podemos volver a ser, sin performar. Que lo íntimo no es solo un lugar físico, sino una forma de relación entre el cuerpo, el tiempo y lo que lo rodea.
No tengo certezas definitivas. Pero creo que edificar es un acto ético. Que proyectar es una forma de respeto. Que enseñar arquitectura no es enseñar a exhibir, sino a escuchar. A veces, basta con eso: con no adornar lo que ya es valioso. Con dejar que un espacio respire. Con asumir que la arquitectura no tiene que sorprender, sino sostener.
Cuando todo parece ruido, tal vez sea hora de volver a empezar. Desde el silencio. Desde el adentro. Desde la ternura de una sombra bien puesta, desde la honestidad de un muro que protege sin gritar. Desde la responsabilidad de no diseñar para impresionar, sino para acompañar. Y entonces, tal vez, podamos volver a construir. Pero de otro modo. Más despacio. Más cerca. Más humano.




