Tropecé con José Altamira en épocas de bajante del río, allá por 2022. Miraba el devenir, inmóvil, sentado sobre las ruinas del puerto de Colastiné, un tapialito de ladrillos corroídos por las aguas. En aquel tiempo ya era un hombre mayor, con una figura delgada, algo encorvada y aindiada que no se preocupaba en disimular. Diría que más bien al contrario. Por algún motivo fuera de época, le interesaba destacar. Quizás como estandarte de su paso por la vida.
A medida que lo fui conociendo imaginé que, en otros tiempos, bien hubiera sido un jefe, o un cacique, o un brujo; ahora contemplaba el escenario en silencio. Don José se ganaba la vida pescando y cazando nutrias, patos y carpinchos. Además, una vez por mes, iba a la ciudad a cobrar unos pesos miserables de jubilación.
Lo recuerdo como un hombre de pocas palabras, seguramente desconfiado de la "gente gringa". Herencia ancestral. En aquel primer encuentro, le pregunté reiteradas veces sobre el puerto olvidado, sobre las vías del tren que deben estar aún por ahí, tapadas de yuyo y barro, y sobre la etnia de los indios colastiné, de las que tan poco se sabe, como decía Juan José Saer en "El Entenado".
Estuve en el tapialito, sentado a su lado durante más de una hora y no hubo forma de sacarle, por respuesta, mucho más que monosílabos. Pero, cuando estaba oscureciendo y comencé a incorporarme para irme, largó algo que, en ese momento, me pareció una frase intrascendente. Hoy, a más de tres años y dispuesto a escribir sobre el puerto, me resuena en la conciencia y creo haber interpretado al fin. "Somos invasores, vivimos en el imperio del agua marrón".
El puerto hoy en díaRegreso a Colastiné Sur después de larga ausencia. En el caserío pregunto por don José Altamira y me dicen que murió el año pasado. Se cayó al agua de noche, recorriendo el espinel, y no pudo llegar nadando, me cuenta un jovencito que dice ser su nieto. El agua, siempre el agua…
Camino hacia el tapialito donde nos conocimos, pero ahora no lo veo, seguro lo tapó el agua. Entonces me acomodo en un enorme tronco de sauce caído, cercano al lugar. Ni semilla en tiempos del puerto de ultramar.
A los de acá, sobre todo a los de acá, nos enseñan desde chicos que el agua dulce es una bendición, Los ríos que determinan nuestro paisaje son la envidia y la codicia de todo extranjero. Sin agua, y de la dulce, no hay vida, no hay prosperidad, ni humanidad. Pero poco se habla del otro rostro del agua en estos lugares…
Destructiva, indomable. Como el fuego, que sirve para cocinar y dar calor pero, en mayor grado, quema. Como el amor entre humanos, que en desbordes se convierte en odio. El agua en exceso también arruina. Mata. Quienes nacimos a orillas del Paraná lo sabemos,… y no por haberlo leído o visto en algún documental. Nuestras vidas y nuestras historias están marcadas por las inundaciones, por los desbordes del río.
Alguna vez alguien supuso que las represas era la forma de controlar las inundaciones. Pero no. Solo infructuosos intentos humanos de controlar lo incontrolable. Los santafesinos llegamos a este sitio corridos por las inundaciones de Cayastá y trasladamos el puerto original de aguas poco profundas a Colastiné Sur, en busca de aguas profundas. Luego debimos descartar este puerto de Colastiné y volver al original por cuestión del agua desbocada, que se llevó puesto los edificios, las vías y los puentes.
Siempre bailamos al ritmo del agua. Por eso me dispongo a recorrer sus víctimas materiales. Endebles construcciones humanas, presuntuosamente erigidas para siempre, sin comprender cabalmente quién es el dueño de este territorio. Los restos de lo que fue el puerto de Colastiné Sur, hoy nuevamente cubiertos por el río, las ruinas del edificio de aduana un poco más al norte, en estado final de destrucción y saqueo.
Las vías con sus mesas de giro, sus durmientes de quebracho cubiertos de yuyo y tierra, y los restos de los barcos que se intuyen, por su peso, tapados de lodo, esperando el desguace final en el lecho, invisibles a los ojos humanos. Ya de regreso vuelvo a la frase de don José, que bien podría haber sido chamán o cacique en otro tiempo y terminó ahogado en el río de sus ancestros: "Sobrevivimos en el imperio del agua marrón".
Después de recorrer estos lugares destruidos, pienso que hay un daño colateral, como se dice en estos tiempos para justificar atrocidades de la guerra: el olvido. Olvidamos nuestra historia al ser tapada por el manto líquido y marrón. Seguramente son muy pocos los santafesinos que saben que acá, a doce kilómetros de la ciudad, existió un puerto de ultramar donde miles de personas trabajaban a diario.
Donde amarraban buques en camino a lugares lejanos de otros continentes, donde mujeres y hombres proyectaban sueños de grandeza. No existe programa educativo en la provincia, sospecho que ni en nación, que recuerde este tiempo. Tampoco la proeza de los colonizadores que cruzaron estas aguas a mediados del siglo XVII escapando del desborde en Cayastá.
Todo fue tragado por las aguas es que, como decía un viejo pescador, descendiente de colastinés, que también fue tragado por el río, habitamos en su imperio y los emperadores siempre ponen las reglas.
(*) Relatos literarios basados en hechos reales.