Por suerte tenemos la palabra, que es lo mejor que tenemos. La palabra calma las aguas, incluso apaga el fuego. La palabra devuelve la esperanza, enseña el camino, muestra la verdad, señala la salida. La palabra bien dicha es un abrazo que uno da, la palabra recibida es un abrazo que cada uno se lleva puesto.
La palabra, y no cualquier otra cosa, es aquello que nos hace sabios, es aquello de lo que podemos estar orgullosos. La palabra debe ser dicha de tal manera que el otro la reciba y se la lleve puesta. Pero si el otro no la recibe, si no la entiende, si le resulta ofensiva y en consecuencia la rechaza, entonces esa palabra fue dicha en vano.
Palabras hay por acá y más allá. Por ejemplo, y para que sirva de referencia y poder comparar, la palabra del médico es el mejor instrumento médico. La palabra del médico de pediatría y de la enfermera de pediatría son el mecanismo que inicia una consulta, que la encamina y que la resuelve. Esta palabra cura una herida, calma el dolor, inspira confianza. Pero si no dice lo que tiene que decir, o lo dice mal y a las apuradas, o levantando la voz, si el mensaje no llega sano y salvo al receptor, sea paciente o sea ciudadano, entonces la palabra habrá sido inútil.
La palabra debe ser lo más valioso que el paciente se lleve al salir. Esta palabra es de hecho aquello que el paciente fue a buscar, y esta palabra es por tanto lo mejor que se puede obtener de la breve pero intensa relación entre profesional y paciente, entre ciudadanos y autoridades. La palabra de verdad es así un objetivo para el paciente y para el ciudadano, y el mejor instrumento, el único, para que el mensaje llegue válido. Si no llega así, es grito. Y al grito, silencio.
Tenemos que velar para que la palabra valga la pena, ya sea la palabra del médico o de la enfermera, o de cualquiera, de todos. Desde no hace mucho que se dice, con toda razón, que la labor del médico no termina cuando hace un correcto diagnóstico y propone un correcto tratamiento. La labor del médico recién termina cuando el paciente acepta ese diagnóstico y ese tratamiento, y pone en práctica aquello que le dicen que hay que hacer.
Pero si el paciente no hace caso, la labor del médico y de la enfermera fueron en vano, perdieron el tiempo. La palabra mal dicha, en efecto, cae en saco roto. La palabra útil, en cambio, es la palabra que llega, y que inspira respeto y confianza, y el médico y la enfermera pueden estar orgullosos cuando el paciente, cualquiera que haya sido el motivo de la consulta, les hace caso, entiende lo dicho, lo acepta, cumple con lo prescrito. La palabra adquiere todo su gran valor cuando llega sana y vigorosa al corazón de quien la recibe.
Todo lo demás es grito. Y mientras que el grito es tormenta que pasa, agua que corre, la palabra permanece, se queda, es el abrazo que uno se lleva puesto y que no se olvida. Entonces tenemos que valorar más y mejor a la palabra. Tenemos que entender que la palabra debe ser bien dicha, y sobre todo debe tener un pensamiento, un razonamiento previo que la fundamente, que le de sentido y razón. Antes de la palabra debe estar el pensamiento.
Siendo así, cuando es así, la palabra es curativa. Esta palabra atenúa la preocupación, hace desaparecer la sospecha, disipa el temor, limpia el cielo de nubes para que brille otra vez el sol. La palabra del médico o de la enfermera de pediatría pueden hacer que el malestar ya no sea tanto, ni tan malo el dolor de barriga, ni tan severo el malestar, ni tan amarga la amargura. La palabra, esta palabra, le quita ferocidad a la fiebre, calma la fiera y al más fiero le da otra oportunidad.
La palabra buena permite recuperar la alegría, o imaginarse que mañana será un día mejor. Esta palabra puede darle valor a lo que parecía tener poco valor, rescata al individuo de la oscuridad, avisa del riesgo, alerta del peligro, cuestiona el mensaje que agresivo circula impune. La palabra, y no el grito, es lo único que nos dirá por dónde está la salida.
Hoy abunda lo vacío porque estamos llenos de palabras que no llegan y de gritos que menos llegan todavía. Entonces creo que vale la pena promover el gran valor que tiene la palabra como medio de comunicación efectiva entre las personas. Hablo de la palabra de verdad, que primero escucha y después habla. Y que respeta al otro, aunque no le guste, aunque el paciente llore y patalee asustado, pero en seguida se calmará, no con el grito, sino con la palabra. La palabra del médico y de la enfermera de pediatría me parecen un símil adecuado. Si hay que pinchar para poner una vacuna, así lo haremos, pero antes habremos hablado como personas que se necesitan las unas a las otras.
Ahora alcemos la voz (*)
En este contexto de defender la palabra como instrumento creíble y respetable, serio y responsable, un grupo de prestigiosos médicos australianos levantan la voz para quejarse de los colegas, de los colegios de médicos, de sus asociaciones, de las instituciones. Dicen que "no condenar explícitamente las acciones genocidas del gobierno israelí en Gaza erosiona la credibilidad moral de estas instituciones y los valores que profesan, y podría decirse que esto constituye una forma de complicidad institucional".
Nos recuerdan que el médico no debe mantenerse al margen del sufrimiento de las personas, y que al menos tiene que expresar la palabra formal para dejar claro que está en contra de toda forma de atropello. La función del médico es aliviar el sufrimiento. Y la condición colegial de los colegios de médicos implica la obligación moral, ética, deontológica, de un médico defender a otro si éste se encuentra amenazado o de alguna manera se convierte en víctima.
En Gaza, el ejército israelí ataca, captura, tortura y asesina a profesionales de la salud, destruye hospitales, centros de salud, refugios y escuelas, y aplasta a quienes estén adentro. Disparan a matar contra quienes hacen cola para recibir algún alimento. Disparó contra una iglesia católica, cuyo párroco es argentino, y mató a varios de los que estaban allí refugiados, y después bombardeó un depósito de la Organización Mundial de la Salud. Esto no es opinión, sino que son hechos que están comprobados, y que no admiten falsa defensa ni atenuante, ni victimismos.
El número de víctimas infantiles es tan elevado que estamos obligados a pensar en el genocidio como mecanismo de limpieza étnica a fin de eliminar el presente y por tanto el futuro. Y el territorio queda como botín. Y la negativa israelí a que los niños de Gaza reciban ayuda médica, alimentos, agua, les agrava aún más la situación y los condena a muerte.
Aunque lo primero para nosotros debe ser defender lo que tenemos aquí, esto no quita que las instituciones, para conservar la credibilidad y el respeto que se supone que tienen hacia las personas, se manifiesten en contra de toda forma de atropello. "No basta con que las instituciones médicas proclamen un compromiso con la vida y la dignidad humanas como ideal teórico", concluyen los médicos antedichos.
(*) Artículo de referencia: "Genocide in Gaza: moral and ethical failures of medical institutions ("Genocidio en Gaza: fallos morales y éticos de las instituciones médicas"). Revista The Lancet, edición del 13 de junio de 2025.