Rogelio Alaniz
Eva Duarte de Perón murió el 26 de julio de 1952. Tenía treinta y tres años y desde hacía por lo menos dos años padecía un cáncer que se había iniciado en la matriz para luego ramificarse por todo el cuerpo. Cuando murió pesaba menos de 38 kilos. La hora de su muerte fue las 8.23, pero ese genio de la publicidad que se llamó Apold la ubicó a las 8.25, para que quedara fijada en la memoria de todos. Las 8.25, “hora en la que Evita pasó a la inmortalidad”, rezaría luego la consigna que se propagaría por todas las radios del país y que transformaría al luto más popular de la Argentina en un luto obligatorio tan innecesario como irritativo, porque Evita no necesitaba del decreto del luto obligatorio para que las multitudes la lloraran.
El deceso de Evita se produjo un sábado de frío y llovizna. Esa misma noche, la ciudad Buenos Aires apagó sus luces. Los teatros y los cines levantaron sus funciones y los grandes comedores bajaron sus persianas. En principio se pensó en una jornada de luto de no más de tres días, pero luego se decidió prolongarla hasta el 11 de agosto, fecha en que los restos, convenientemente preparados por el doctor Pedro Ara, fueron trasladados al edificio de la CGT de calle Azopardo. Durante tres fines de semana la actividad pública estuvo prácticamente paralizada. Se suspendieron los partidos de fútbol, las carreras de caballos y los bailes. La única actividad pública permitida fue la proyección de una película frente al obelisco. “Eva Perón, eterna en el alma del pueblo”.
El velatorio se realizó en el Ministerio de Trabajo y Previsión y luego se trasladó al Congreso de la Nación. Desde el oficialismo abundaron los pésames, algunos exagerados y sensibleros, y otros precisos y justos. Algunos la compararon con Isabel la Católica, Juana de Arco y Maria Curie; otros le reclamaron al Papa la canonización. Cámpora y Teissaire compitieron en obsecuencia y servilismo. El discurso más justo y más sobrio lo dio Juanita Larrauri: “Jamás tantos lloraron con tantas lágrimas una pena tan honda para su corazón”.
Unos días antes de morir había sido declarada jefa espiritual de la Nación y al momento de su muerte los legisladores peronistas discutían sobre el lugar y las dimensiones del monumento que debería levantarse en su honor. También en esos días se resolvió que la ciudad de La Plata llevara su nombre. El secretario de la CGT, José Espejo, propuso que el velorio que se estaba haciendo en Buenos Aires se repitiera en cada una de las ciudades capitales de provincias. La iniciativa no prosperó por disparatada, pero dio lugar a que Borges escribiera un poema -“El simulacro”- que, más allá de los toques antiperonistas, expresa con su habitual precisión poética el clima de aquellos días.
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