Para quien visite la ciudad de Lima, será un placer caminar por el parque público "El Olivar", ubicado en el distrito de San Isidro. Ocupa unas diez hectáreas, es muy antiguo y presenta un esmerado mantenimiento por parte del municipio. Dice la historia que los primeros olivos fueron plantados por Antonio de Rivera, quien los importó de Sevilla en 1560. Más adelante, contribuirá a su crecimiento el herborista y médico empírico Juan Martín de Porres Velázquez, fraile dominico (1579 – 1639), quien, luego de una larga espera de análisis vaticano, será beatificado en 1837 por el papa Gregorio XVI, y canonizado por Juan XXIII en 1962, erigiéndose en el primer santo mulato de América con el nombre de San Martín de Porres o San Martín de las Escobas, en alusión a su tarea de portero en el enorme convento limeño de Santo Domingo.
Hace pocos años, la municipalidad de San Isidro hizo saber que, con la colaboración de un grupo de expertos en datación de olivos pertenecientes a la Universidad Politécnica de Madrid, se había logrado identificar el único ejemplar de olivo de los plantados por el fraile que había sobrevivido al paso del tiempo. Su edad aproximada: 380 años. Esta verificación le agrega valor patrimonial al parque, que es un bellísimo paseo y espacio recreativo, declarado monumento nacional en 1959.
Voluptuoso boceto de mujer tallado en ónix blanco. Detrás, una foto de la escultura con su obra.Menciono el parque, porque en el contorno de su zona central, muy cerca del árbol histórico, se levanta la Casa Museo de Marina Núñez del Prado (1910 – 1995), una excepcional escultora nacida en La Paz, Bolivia, que con su trabajo logró abrirse camino -y con él, abrírselo a las mujeres- en el complejo territorio del arte, en su época dominado por hombres en todas las variantes de la producción y comercialización de obras artísticas, así como en la amplia trama de los canales y circuitos expositivos -galerías y museos, públicos y privados-.
La casa ofrece a la vista una arquitectura neocolonial que, según se dice, está inspirada en la Casa del Almirante en Cusco, una de las más importantes de la ciudad imperial. Esa afirmación es plausible, porque la artista desciende de españoles radicados en el Alto Perú (hoy, Bolivia) pero gran parte de su esfuerzo creativo estuvo puesto en captar y expresar el espíritu andino a través de una profunda inmersión en la cultura aimara. Su casa, de estilo español, opera como continente de una gran muestra plástica -el contenido- consagrada al mundo indígena del altiplano. También a su familia, su bisabuelo arquitecto, su padre, que fue un artista menor pero artista al fin, su hermana Nilda, que alcanzó cierto reconocimiento como orfebre y pintora. En este sentido, con su énfasis expresivo puesto en los antiguos pueblos andinos, la casa, rodeada de un jardín florecido de esculturas, se alza como una metáfora de su universo mestizo, juego que se refuerza con el modelo tomado del Cusco, un edificio españolizado por sucesivos dueños sobre un solar que perteneció a Huáscar, último inca del ciclo que tuvo a esa ciudad como eje del Tahuantisuyo, propiedad tomada para su uso, en 1535, por Diego de Almagro el Viejo, conquistador del Perú junto a Francisco Pizarro.
Ella misma había nacido en el barrio paceño de "Caja de Agua", uno de los más antiguos de la ciudad fundada a mediados del siglo XVI, nombre que hace referencia al gran tanque de agua que habría de distribuir el vital líquido a otros depósitos menores distribuidos en la urbe en expansión, y luego a los vecinos a través de cañerías de calicanto. Y habrá de morir, impedida por la enfermedad de regresar a Bolivia, en la ciudad de Lima, fundada por Pizarro en 1535, como ciudad nueva, raigalmente española. Lo indígena y lo español aparecen indisolublemente unidos en su alma mestiza.
Retrato de Marina por Oswaldo Guayasamín (1965), dedicado a "su amiga de todos los tiempos". Cabeza de indio aimara esculpida en granito.En su extenso recorrido artístico, Marina transitará distintas etapas. Sus aprendizajes formales empezarán en 1927 en la Escuela Nacional de Bellas Artes de La Paz. Como suele ocurrir en los primeros tramos, su escultura será principalmente bidimensional, con preferencia de la madera como materia prima; figurativa y con un sesgo folklórico (en el altiplano siempre ha sido difícil resistir la tentación pintoresquista representada por las imágenes humanas que saturan calles y mercados). De a poco se acercará a los crónicos conflictos sociales que han sacudido a Bolivia durante siglos, proceso en el que la búsqueda expresiva derivará hacia el trabajo de materias más duras, como la piedra -granito, andesita, ónix, basalto-, con una evolución hacia las formas tridimensionales. Es la época en que alumbra las esculturas exentas de sus madonas aimaras, de la mujer en general, y la maternidad en particular, esas mujeres cuyos cuerpos se fusionaban en el arte colonial con las formas triangulares de las montañas sagradas, de los "apus" de las distintas etnias indígenas. Ella lo explicita con todas las letras en un escrito: "He procurado interpretar el fuerte y milenario mensaje de nuestras montañas y, a fuerza de observación, he tratado de ingresar al socavón de la mina, al alma hermética y antigua del nativo boliviano".
A partir de 1938 saldrá del círculo cerrado de La Paz y visitará países vecinos, entre ellos, Perú, por primera vez, y la Argentina, por entonces el más avanzado de Iberoamérica, donde expondrá sus obras en la Galería Witcomb. Dos años después se trasladará a la ciudad de Nueva York, en la que luego de un primer fracaso, obtendrá una beca de la Asociación Americana de Mujeres Universitarias. Allí permanecerá ocho años que cambiarán sus perspectivas del arte, entablará relación con grandes figuras del modernismo; de algunas se hará amiga, como Pablo Picasso, en tanto que otras, como el rumano Constantin Brancusi y el inglés Henry Moore, resultarán inspiradoras de su incursión en el abstractismo. En esa ciudad multicultural y caleidoscópica, Marina inhalará los aires de las nuevas corrientes del arte, ensanchará sus miras, madurará su perfil intelectual con reflexiones y conceptos que dejará escritos, y cultivará afectos en el mundillo de la progresía internacional, por entonces en expansión.
Gran parte de su obra principal está concentrada en su Casa Museo de Lima, donde puede apreciarse la evolución de sus trabajos desde la figuración a la abstracción, corrientes que se conjugan en los lindes de ambas expresiones; que son, a la vez, abstractas y figurativas, obras que destilan la esencialidad de lo que representan mediante el despojamiento de innecesarias adjetivaciones. Ese es, a mi criterio, su legado mayor, el logro de su autonomía, de aquello que la hace ancestral y moderna, única y precursora, admirable y universal, la artista a la que, en 1959, en Buenos Aires, el español Rafael Alberti le dedicara una poesía que concluye así: "Oh mano blanda y dura/ jazmín y garra, delicada mano;/ india mansa o quién sabe si feroz criatura,/ posible emperatriz de un Oriente lejano,/ Saludo tu escultura, grande y tan alta como tu Altiplano!".