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¿Qué es habitar, entonces?

Vivir en los árboles: arquitectura del desarraigo y la libertad

Vivir en los árboles: arquitectura del desarraigo y la libertadVivir en los árboles: arquitectura del desarraigo y la libertad

Jueves 10.7.2025
 23:32
Rodrigo Agostini
Rodrigo Agostini

"Tomar distancia es necesario para ver mejor. Desde lo alto se entiende el mundo, se advierten los errores, se eligen los caminos. Lo difícil es permanecer fiel a lo que se vio desde arriba una vez que uno baja" - Italo Calvino

Hay gestos que se vuelven eternos. Uno de ellos es el de Cosimo Piovasco di Rondò, el joven aristócrata que un día, hastiado de las convenciones familiares y sociales, decide subirse a un árbol y no volver jamás al suelo. Ese gesto, tan simple y tan radical, inaugura en "El barón rampante", de Italo Calvino, una forma inédita de habitar: no ya en la tierra firme, sino en la altura, en lo inestable, en lo aéreo. Es una arquitectura del desarraigo, pero también de la libertad. Una forma de vivir en desacuerdo con el mundo, no para abandonarlo, sino para observarlo mejor.

Italo Calvino (1923-1985), periodista y escritor italiano, autor principalmente de cuentos y novelas. Entre sus obras cabe citar "Las cosmicómicas" (1965), "Ciudades invisibles" (1972) y "Si una noche de invierno un viajero" (1979).

¿Qué es habitar, entonces? ¿Es simplemente ocupar un suelo, trazar límites, levantar muros? ¿O es un acto más profundo, una decisión de cómo estar en el mundo? En este ensayo proponemos pensar el habitar como elección ética, estética y política. Y lo hacemos desde el símbolo del árbol: no como ornamento, sino como estructura viva, como refugio, como plataforma desde donde ver el mundo con distancia crítica y con esperanza.

Vivir en los árboles no es vivir apartado: es vivir con otra lógica, con otra altura, con otra mirada. Es un llamado a pensar la arquitectura desde el desapego a las certezas, a los anclajes y a las normativas invisibles que nos sujetan. Es imaginar futuros posibles, donde el suelo no sea el único territorio del habitar, y donde la libertad no sea una excepción sino el punto de partida.

El gesto de subirse a un árbol

No hay arquitectura sin un primer gesto. A veces es el trazado de una línea en el suelo; otras, la colocación de una piedra, o el clavado de una estaca. Pero en ocasiones excepcionales, ese gesto no se dirige al suelo, sino que lo rehúye. Se eleva. Se sube. Se despega. Así comienza la historia de Cosimo, el joven que, con apenas doce años, decide que no pisará más la tierra. Su determinación es absoluta. No lo hace por capricho ni por juego, sino por una íntima necesidad de coherencia con su conciencia. Ese gesto -aparentemente absurdo- es, en realidad, profundamente arquitectónico: inaugura un modo de habitar el mundo, un modo radical de estar.

En la historia de la arquitectura, los gestos que desafían el suelo han sido siempre excepcionales. Las casas en árboles construidas por algunas comunidades originarias, los palafitos de las regiones inundables, las plataformas elevadas de los templos antiguos: todos esos espacios sugieren un deseo de escapar de lo inmediato, de lo terreno, de lo amenazante. Pero en el caso de Cosimo, el gesto no responde a una necesidad física, sino simbólica. Subirse al árbol es decir: no acepto el modo en que el mundo está organizado. Es una crítica encarnada, un manifiesto viviente. Y lo admirable no es solo la decisión de subir, sino la de no bajar jamás.

En tiempos donde todo es provisorio y negociable, ese acto cobra un poder extraordinario. El árbol se convierte en hogar, en camino, en biblioteca, en observatorio, en tribuna. En arquitectura. Desde sus ramas, Cosimo construye vínculos, pensamiento, resistencia. No abandona la sociedad: la enfrenta desde un lugar más alto, no para mirar desde arriba con arrogancia, sino con perspectiva.

Ese árbol no es un mero soporte físico: es un símbolo. Es el espacio donde el habitar deja de ser una acción mecánica y se convierte en una postura existencial. Como arquitectos, urbanistas o pensadores del espacio, ¿cuántas veces nos animamos a ese tipo de gestos? ¿Cuántas veces proyectamos no desde el mandato del suelo, sino desde el deseo de elevarnos? Habitar en los árboles, en el fondo, es negarse a que el mundo esté completamente dado. Es volver a preguntarse por la posibilidad. Por la altura. Por la distancia justa desde la cual mirar y no solo ver. Desde donde, quizá, imaginar un mundo distinto.

Arquitectura sin suelo

Aquí abordamos lo que definimos como la ética del habitar suspendido. Habitar no es simplemente residir en un espacio; es asumir una manera de estar en el mundo. Cuando Cosimo decide vivir en los árboles, no está evadiendo la realidad, sino eligiendo una forma de habitar más coherente con sus principios. Ese gesto inaugura una arquitectura sin cimientos, sin suelo, sin posesión: una arquitectura suspendida, precaria y al mismo tiempo profundamente firme. Porque, aunque parezca frágil, esa decisión sostiene una ética.

En tiempos de urbanismo voraz, de desarrollos inmobiliarios que devoran cada centímetro disponible del territorio, imaginar una arquitectura que no conquiste el suelo, sino que lo respete, es un acto subversivo. Cosimo no cercó un terreno, no marcó propiedad, no levantó muros. Se alzó sobre un árbol sin clausurarlo. Habitó sin encerrar. Construyó sin destruir.

Desde lo alto, observó los vínculos humanos con una distancia justa. No para separarse de ellos, sino para comprenderlos mejor. Su altura no fue arrogancia sino herramienta: le permitió ver con perspectiva, pensar sin la urgencia del suelo. Desde allí no dejó de participar del mundo - leía, dialogaba, amaba, defendía causas -, pero lo hacía desde otro plano, otro tiempo, otra lógica. La suya era una arquitectura de las ideas, no de los ladrillos.

En ese sentido, Cosimo es arquitecto de una vida alternativa. Un precursor de la vivienda crítica. No necesita grandes materiales ni proyectos monumentales: su proyecto es su vida misma, coherente con sus ideas. Y ese es el mayor desafío para quienes piensan la arquitectura hoy: ¿cómo proyectar no solo formas, sino también posturas éticas? ¿Cómo diseñar espacios que, más que albergar cuerpos, abracen convicciones?

En una época donde habitar se confunde con consumir, vivir en los árboles representa una rebelión: es negarse a aceptar que el único modo de existencia es el que se nos impone desde abajo. Es proponer, literalmente, otra altura. No como evasión, sino como señal. Un faro verde y frágil desde donde imaginar otras formas de estar, de convivir, de resistir. Tal vez hoy, más que nunca, necesitemos subirnos a nuestros propios árboles. No como acto nostálgico ni romántico, sino como ejercicio de lucidez. De libertad. De arquitectura.

Ciudades que pisan fuerte

Es turno de exponer el contraste con la arquitectura de la propiedad. Nuestras ciudades, vistas desde el cielo, parecen tramas apretadas, rígidas, casi inamovibles. Cuadrículas, zonificaciones, bloques repetidos, densidades obligadas. Una arquitectura que se define por su peso, por su huella, por su imposición sobre la tierra. Se edifica con la lógica del dominio, como si cada construcción tuviera que afirmar: "¡Esto es mío!". Frente a eso, la decisión de Cosimo de no volver a tocar el suelo es una herejía radical, una forma de desobediencia.

El suelo urbano está cada vez más capturado: normativas, escrituras, alambrados, cámaras, cercos vivos y muertos. Todo parece construido para ser poseído, no para ser compartido. El habitar se ha vuelto propiedad... y donde todo es propiedad, todo termina siendo encierro. Cosimo, en cambio, habita sin poseer. Recorre, explora, conecta árboles entre sí. Su movimiento es fluido, libre, sin títulos de propiedad ni cercos. Vive entre las ramas, pero no construye para apropiarse, sino para sostener su modo de vida. La arquitectura que despliega es más relacional que material: puentes de cuerda, refugios precarios, plataformas discretas. No transforma la naturaleza en dominio, sino en interlocutora.

Ese contraste nos obliga a revisar nuestra manera de entender el espacio urbano. ¿Por qué hemos aceptado que toda arquitectura debe afirmarse sobre la tierra como un acto de conquista? ¿Por qué habitar se ha vuelto sinónimo de ocupar, clausurar, separar?

Las ciudades modernas han perdido la capacidad de sugerir otras formas de vida. Se diseñan para la productividad, para la eficiencia, para el control. Pero en su lógica de consolidación, olvidan la poética del movimiento, la posibilidad de lo incierto, lo lúdico, lo inestable. La arquitectura de Cosimo nos recuerda que es posible otra espacialidad, una donde lo precario no sea sinónimo de carencia, sino de libertad.

Quizás hoy debamos revisar nuestras prácticas urbanas a partir de ese gesto infantil y sabio: subir a un árbol. No para volver a vivir entre ramas, sino para reaprender a mirar. Desde allí, la ciudad se ve distinta. Se ve como posibilidad, no solo como hecho consumado. Como red de encuentros, no solo como rejilla de posesiones. Como territorio a ser compartido, no conquistado.

Habitar no debería ser solo un derecho, sino también una elección ética. Una postura ante el mundo. Y en ese sentido, las ciudades del futuro no serán las más tecnológicas ni las más densas, sino aquellas que permitan que cada quien elija su altura, su vínculo, su forma de estar sin aplastar al otro.

El árbol: arquitectura del alma y del planeta

Desde tiempos antiguos, el árbol ha sido más que un organismo vegetal: ha sido símbolo, metáfora, mapa. Es el eje del mundo en muchas cosmogonías, el nexo entre el cielo, la tierra y lo subterráneo. Es genealogía, es sabiduría, es refugio. Es columna natural que no oprime. Y acaso también, es arquitectura en estado puro: estructura, sombra, abrigo y poesía.

Cuando Cosimo decide subir a un árbol, se entrega no solo a una nueva forma de vida, sino a una nueva forma de pensar el espacio. Habita una verticalidad orgánica, no impuesta. Una arquitectura que no niega la naturaleza, sino que la honra. Que no domina, sino que se adapta. Esa forma de estar en lo alto sin querer reinar, de erguirse sin colonizar, es una enseñanza profunda en tiempos de devastación ecológica.

Los árboles no solo nos ofrecen oxígeno, sino también formas posibles de pensar el futuro. Su crecimiento es paciente, cooperativo, solidario. Sus raíces se entrelazan bajo tierra, y sus copas dialogan con el viento. En ellos no hay propiedad, sino comunidad. No hay apuro, sino persistencia. ¿Qué otra arquitectura podría enseñarnos a habitar sin devorar?

No es casual que, en plena crisis climática, surjan nuevas formas de imaginar viviendas suspendidas, refugios verticales, estructuras mínimas entre copas. Desde casas-árbol contemporáneas -como las diseñadas por Peter Eising en Nueva Zelanda, Terunobu Fujimori en Japón, o las plataformas de "defensores del bosque" en Hambach, Alemania- hasta propuestas arquitectónicas más poéticas como las de Stefano Boeri y sus "bosques verticales", asistimos a un retorno simbólico y práctico del árbol como referencia espacial.

Estas arquitecturas, más que soluciones habitacionales masivas, son gestos. Gestos que interpelan la lógica de la cimentación eterna, del consumo de suelo, del crecimiento urbano voraz. Gestos que dicen: es posible otra manera de vivir, menos definitiva, más leve, más respetuosa. Incluso en el plano más simbólico, "vivir en los árboles" se vuelve una forma de resistencia política y poética. Es declarar que se puede elegir otra altura, no solo física, sino ética. Una altura que no es elitismo, sino conciencia. Y que no es aislamiento, sino perspectiva.

En un mundo que se desploma por exceso de peso -de consumo, de posesión, de cemento -, el árbol nos recuerda que lo alto puede ser humilde, y lo frágil, revolucionario. Que la arquitectura, si quiere ser humana y planetaria a la vez, debe aprender a no dejar huella profunda, sino sombra generosa.

Vivir sin bajar la mirada

La historia de Cosimo no es una fábula para niños. Es una arquitectura vivida. Una ética suspendida en el aire. Una decisión radical de no seguir caminando los caminos de todos. Y esa decisión, absurda en apariencia, es profundamente moderna: ¿cuántos de nosotros seguimos pisando suelos que no elegimos, habitando ciudades que no deseamos, repitiendo formas de vida que no comprendemos? Estamos ante la utopía posible del habitar ético.

La arquitectura tradicional nos ha enseñado a bajar la cabeza: frente a la propiedad, frente al reglamento, frente al plano. Cosimo, en cambio, nos enseña a levantar la mirada. A construir hacia arriba, no en sentido físico necesariamente, sino como gesto de rebeldía espiritual. Su árbol no es evasión: es alternativa. Vivir en los árboles, hoy, no implica colgarse literalmente de las ramas, sino preguntarse: ¿Cuáles son nuestras ramas? ¿Qué redes sostenemos y nos sostienen? ¿Qué vínculos tejemos que nos permiten habitar sin lastimar? ¿Qué estructuras mínimas, afectivas, colaborativas, éticas, podríamos diseñar para vivir mejor?

En tiempos de colapso ambiental, hiperconectividad alienante y ciudades que nos expulsan, el modelo del barón rampante parece una herejía necesaria. Cosimo no se aísla del mundo: lo observa desde otra altura. Y desde allí, parado en su arquitectura de madera y deseo, comprende mejor los árboles, los hombres, las ideas. Lo que necesitamos, tal vez, no es más suelo, sino más aire. No más ladrillos, sino más ramas.

No más metros cuadrados, sino más metros compartidos. Más espacios donde la libertad no sea lujo, sino condición. Donde la arquitectura vuelva a ser lenguaje, abrazo, vuelo. Porque al final del día, todos soñamos con un lugar desde donde mirar el mundo sin miedo. Un refugio donde no haya que bajar la cabeza. Una casa sin puertas cerradas. Una rama que, como en la infancia, nos devuelva el sentido del juego, del riesgo, de la poesía. Y eso, quizás, todavía es posible.

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