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Crónica política

Una alternativa para la Nación Argentina

Por Rogelio Alaniz

Una alternativa para la Nación ArgentinaUna alternativa para la Nación Argentina

Sábado 19.1.2013
 19:18

Manos limpias, uñas cortas y mucho cuidado con las latas.

Rogelio Alaniz Cuando un amigo me dice que en la Argentina no hay alternativas políticas, le respondo que su razonamiento es funcional al status quo o, para ser más preciso, al oficialismo nacional. Aceptar que no hay alternativa al kirchnerismo es aceptar que no hay esperanzas. O resignarse a convivir con lo menos malo, es decir, con la expresión real y efectiva de la falta de alternativa. Dicho con otras palabras, el kirchnerismo es la ausencia de alternativa, es decir, la ausencia de un futuro compartido, en definitiva, la ausencia de nación. Resignarse a este presente o admitir que no hay alternativas es algo mas que consentir a un oficialismo farsante y autoritario, es, en lo fundamental, aceptar que hemos fracasado como nación, que carecemos de destino histórico, que hemos traicionado los sueños de nuestros mayores. ¿Exagero? Todo lo contrario, me quedo corto. Veamos sino. Ortega y Gasset dijo hace más de ochenta años que una nación es un proyecto sugestivo de vida en común. El kirchnerismo es antagónico de este principio. Y lo es porque no es proyecto, es relato; no sugiere, impone, y, deliberadamente, hace rato que ha renunciado a proponer una vida en común. Admitamos, de todos modos y a modo de hipótesis, que no hay alternativas. Si así fuera, la exigencia moral y política sería construirla. ¿Es imposible? No. ¿Es difícil? En todo caso es complejo, pero si queremos ser una nación en serio, si queremos dejarle a nuestros hijos y a nuestros nietos un país mejor que el que recibimos, estamos obligados a hacerlo. ¿Estamos a tiempo? Siempre estamos a tiempo, pero no tenemos todo el tiempo del mundo. Hace más de cuarenta años que la política es mi quehacer cotidiano. Para bien y para mal. En esa elección de vida me he equivocado muchas veces y acertado otras tantas. Como toda pasión real, ha tiranizado mi tiempo negándome fines de semana, vacaciones y descansos. Nunca dejo de leer los diarios, ni siquiera cuando estoy a miles de kilómetros de la Argentina. En los últimos años, Internet ha sido mi aliada más leal a pesar de que todavía sigo sin entender muy bien cómo funciona. De todos modos, ya se sabe que en la vida no siempre entendemos lo que nos hace felices. Definiría mi vocación como una pasión laica, un deseo impreciso pero consistente de intervenir en la historia, una preocupación intelectual por el destino del mundo en el que estamos embarcados. A los políticos prácticos les llevo una ventaja: nunca ocupé cargos ni ejercí responsabilidades públicas. De ello no me enorgullezco, pero tampoco me avergüenzo. A los políticos los conozco, a algunos porque son mis contemporáneos, a otros porque los he leído o los he observado, y a los más jóvenes porque los he visto crecer. Conozco sus debilidades, pero también sus virtudes y a mi manera, he aprendido a respetarlos. Como Raymond Aron, me gustaría definirme como un observador comprometido, comprometido con mi tiempo. Como le gustaba decir a Jean-Paul Sartre, estamos obligados a tratar de entender el mundo en que vivimos e intervenir en la medida de nuestra posibilidades, nuestras esperanzas o nuestras ambiciones. Los creyentes creen en la salvación eterna; a mi ese don no me ha sido dado, y me resigno a creer en la salvación laica. A André Malraux se la atribuye haber dicho que todos llegamos a Dios a través de nuestros propios dioses. Valgan estas confidencias para sostener a continuación que después de cuarenta años de oficio político, me permito haber llegado a algunas conclusiones, sin que esto se confunda con un ejercicio pedante de la vanidad. Cuando algún lector u oyente me pregunta sobre lo que significa la política, siempre digo que la política en tanto se propone resolver la convivencia social, es una de las actividades nobles de la humanidad. La política es entonces la preocupación por lo público, por aquello que nos constituye como sociedad o comunidad. Renunciar a la política es renunciar al compromiso solidario por el destino de una nación, es encerrarse en el universo privado y sucumbir en soledad. Creo innecesario aclarar que cuando me refiero a la política hablo de la política democrática, aquella que coloca a la persona como centro de sus preocupaciones y al pueblo como soberano y sujeto de una nación. También considero innecesario destacar que a los malos políticos solo se los derrota con políticos buenos y que los corruptos ocupan espacios públicos porque los honestos decidieron quedarse en su casa. Las lecciones de la historia y los desengaños me han enseñado que no hay gobiernos perfectos. Felipe González dijo alguna vez que la perfección es fascista, pero que la perfección no exista ni sea deseable, no quiere decir que no haya gobiernos mejores que otros, una virtud cuya conquista depende de nosotros, de los ciudadanos que votamos, pero también controlamos. La política se conecta con el poder. Es su objetivo y su vicio. La convivencia de cuarenta millones de personas reproduce redes y centros de poder. No hay política sin poder, pero no hay política democrática sin límites y controles al poder. Resolver esta tensión entre el poder como necesidad y el poder como peligro, es uno de los grandes dilemas de la política. Si la política es proyecto colectivo, las responsabilidades también deberían serlo. Al respecto, alguna vez se dijo que una sociedad ideal sería aquella en la que hasta el más modesto ciudadano estaría en condiciones de ejercer las responsabilidades públicas. Hoy sabemos que esto no es posible, pero también sabemos que no hay hombres imprescindibles, ya que como alguna vez afirmara Mark Twain, el cementerio está lleno de hombres imprescindibles. La conclusión debería, por lo tanto, ser obvia: nadie debería eternizarse en el poder. Si la vida no es eterna, tampoco lo deberían ser los cargos públicos. Algunas mentiras he aprendido a distinguir en todos estos años. Es mentira que la política es corrupta por definición, como es mentira que sólo los ladrones y los cínicos saben gobernar. Traducido a nuestra realidad nacional, agregaría que es mentira que sólo los peronistas saben gobernar. Observemos al respecto que las principales ciudades del país no están gobernadas por ellos; nuestra provincia y nuestra ciudad tampoco lo están, sin olvidar que cada vez que el espacio democrático y liberal ha sabido elaborar una propuesta interesante el pueblo lo acompañó con su voto. Es mentira, entonces, que sólo los peronistas saben gobernar, como también es mentira la afirmación inversa, de que sólo los antiperonistas están en condiciones ideales de gobernar. ¿Cómo orientarse al respecto? Una fórmula sencilla podría ser la siguiente: es preferible un gobierno decente a un gobierno ladrón; un gobierno tolerante a uno intolerante; un gobierno que seleccione a sus colaboradores entre los mejores, a un gobierno que elija a los peores. Es preferible comprender a odiar. Valga la consideración para quienes vociferan hasta la injuria personal contra la señora y sus colaboradores. A quienes así actúan, les recuerdo el consejo de Michel Corleone a su sobrino: ‘No odies a tu enemigo‘. La semana pasada dije que el gran programa político de los argentinos debería ser la Constitución Nacional. Lo traduzco en sus líneas fundamentales: Estado de derecho, división de poderes, Justicia independiente, federalismo político y fiscal, libertad de prensa, autarquía municipal, ciudadanía social y política. ¿Algo más? Siempre puede haber algo más, pero si estos principios generales se cumplieran, el tramo más importante del camino a recorrer estaría cumplido, ¿Alguna otra sugerencia? Ya que insisten, la que recomendaba Juan B, Justo: manos limpias y uñas cortas. Para gobernar hay que disponer de ideas y esperanzas. Ideas que nos permitan entender el mundo en que vivimos y esperanzas para elaborar metas hacia el futuro. Sin ideas somos ciegos, sin esperanzas no tenemos destino. Un gobierno que merezca ese nombre sabrá transmitir esos valores a la sociedad. Sin embargo, una advertencia es importante: no hay buen gobierno sin una sociedad decidida a defender esos valores. Un politólogo norteamericano decía que en su país los gobiernos no eran tan malos no porque sus titulares fueran buenos sino porque la gente no les permitía ser malos. De eso se trata. Algo parecido exigía Tocqueville en el siglo XIX. Como se podrá apreciar, hay buenas razones para creer que una alternativa en la Argentina es posible. No se trata de elegir un gobierno más, o un kirchnerismo a la inversa. Se trata de dar una respuesta al presente sabiendo que debe ser el punto de partida para una estrategia de nación para el siglo XXI. Una nación, lo sabemos, es algo más que un territorio, una raza, una religión o un idioma. Tampoco puede reducirse a una relación con el pasado. Una nación es, debe ser, un proyecto hacia el futuro, es decir, una alternativa a construir, una alternativa que se debe construir.

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