
En este contexto, hablar de belleza como derecho no es una metáfora poética, sino una reivindicación profundamente política. Si la forma arquitectónica configura nuestra vida emocional y social, entonces el acceso a lo bello debe ser considerado un derecho cultural básico, equiparable al acceso a la educación o a la salud.
No se trata de uniformar la estética del mundo, ni de imponer un estilo, sino de garantizar que cada ser humano - independientemente de su condición económica o geográfica- pueda vivir en entornos que no lo degraden, que no lo humillen, que no lo alejen de sí mismo. Habitar lo bello es, en definitiva, habitar en dignidad. Y esa dignidad debe ser universal.
Belleza y dignidad. La arquitectura, más allá de lo funcional, moldea la percepción del mundo. No solo define cómo habitamos el espacio, sino cómo nos habitamos a nosotros mismos. Las paredes que nos rodean, la luz que nos envuelve, los materiales que tocamos, configuran una sensibilidad que es, también, una forma de autoestima colectiva.
La filósofa Martha Nussbaum, en su teoría de las capacidades, sostiene que la justicia no se alcanza sólo con repartir recursos, sino garantizando que cada persona pueda desarrollar su potencial humano. Si seguimos esa línea, entonces lo bello no es un lujo, sino una condición para el florecimiento humano. No es menor que un niño crezca en una escuela sin ventanas, o que un abuelo espere el colectivo bajo una parada de chapa oxidada. Lo feo, cuando se vuelve sistemático, es una pedagogía de la resignación.
Lo bello, en cambio, enseña que el mundo puede ser acogedor, que la vida merece cuidado, que el futuro no está clausurado. Por eso, promover la belleza en el habitar no es frivolidad: es resistir la lógica de la desidia. Es proponer una ética de la percepción donde cada persona, incluso la más vulnerable, sienta que su vida importa.
Políticas de la belleza. Justicia espacial y diseño inclusivo. La pregunta que inevitablemente surge es: ¿quién tiene hoy acceso a lo bello? La respuesta, aunque incómoda, es clara: los privilegiados. Las clases altas habitan barrios arbolados, edificios ventilados, plazas bien mantenidas. Los sectores populares, en cambio, son condenados a paisajes áridos, a viviendas precarias, a calles rotas y grises.
La desigualdad estética es una forma invisible -pero profundamente eficaz- de exclusión. Nos hemos acostumbrado a que las obras públicas para los pobres deban ser duras, anodinas, utilitarias. Como si la belleza fuera un bien suntuario reservado para quienes pueden pagarla. Pero esa lógica no es técnica: es ideológica. Es una forma de violencia simbólica que reproduce jerarquías y naturaliza la desigualdad.
Frente a eso, urge pensar una política de lo bello. Así como existen políticas de salud, seguridad o vivienda, también debería existir una política pública del diseño digno. No hablamos de "embellecer" sin criterio, sino de incluir el cuidado estético en todo proyecto social, desde una vereda hasta un hospital. La belleza, cuando nace del respeto al usuario y al contexto, no es más costosa: es más sabia.
Un ejemplo notable de esta sensibilidad transformada en política pública lo encontramos en los jardines municipales de la ciudad de Santa Fe. Diseñados con atención específica a la infancia, estos jardines son más que dispositivos pedagógicos: son espacios de ciudadanía estética. Incorporan colores vivos, materiales cálidos, juegos integrados a la naturaleza, sombras que protegen, recorridos que invitan al descubrimiento.
Todo en ellos comunica una idea firme y conmovedora: el niño merece belleza porque merece dignidad. Estos jardines no son lujosos, pero son profundamente bellos. No ostentan, pero enseñan a mirar. Son la prueba concreta de que lo bello puede ser inclusivo, necesario y posible.
La arquitectura tiene aquí un rol ineludible. Los arquitectos no deben limitarse a resolver programas funcionales: tienen la responsabilidad de imaginar formas de vida más justas. Eso implica escuchar, interpretar, y sobre todo resistir el mandato del mercado cuando éste desprecia la sensibilidad. Porque diseñar no es solo proyectar espacios, sino proyectar mundos posibles.
Proyectar belleza en lo cotidiano. Muchos asocian lo bello con lo monumental, lo caro o lo espectacular. Pero la belleza que aquí defendemos es otra: es la belleza del detalle bien cuidado, de la escala humana, del respeto por la sombra, por la memoria, por la pausa. Se trata de una utopía sensata, donde lo bello no es un privilegio, sino una manera de estar en el mundo.
En esta mirada, una simple parada de colectivo puede ser un acto poético si está pensada para cobijar; un patio escolar puede ser un umbral iniciático si invita al juego y al encuentro; una vivienda social puede ser bella si se la proyecta con dignidad material y espacial. Ejemplos de esta ética de la belleza cotidiana los encontramos en pequeñas grandes obras: bibliotecas barriales que iluminan la tarde con sus techos abiertos; jardines públicos que abrazan con árboles en lugar de rejas; pasajes urbanos que rescatan lo comunitario frente a la lógica del auto.
Cada una de estas intervenciones habla de una misma voluntad: la de construir sensibilidad en un tiempo de apuro. La belleza, entonces, se vuelve una forma de demora, de atención, de cuidado. Es una manera de decir "esto importa", aunque nadie lo haya pedido. Como escribió el poeta Roberto Juarroz, "la belleza no es un lugar al que se llega, sino una forma de mirar". Y esa forma de mirar puede ser enseñada, cultivada, compartida. Porque la belleza no nace de un genio solitario, sino de una cultura que la hace posible.
Recuperar la belleza como problema ético es, en definitiva, un acto de lucidez. Es entender que proyectar no es solo resolver necesidades funcionales, sino anticipar experiencias de vida. Es comprender que cada espacio que diseñamos educa, emociona, transforma. En un mundo saturado de imágenes, recuperar la belleza es recuperar el silencio, la proporción, el asombro. No como ornamento, sino como ética de la atención. No como estilo, sino como compromiso con el otro.
Quizás ese sea hoy el rol más noble de la arquitectura: reaprender a mirar, y enseñarnos que habitar lo bello no es una aspiración estética, sino una exigencia moral. Porque toda obra que dignifica, aún en su modestia, es una forma de justicia.
(*) La primera entrega salió publicada en la edición de El Litoral del sábado 7 de junio de 2025.




