No todo miedo nace de la mente. Hay miedos que brotan desde más hondo, desde un lugar primitivo que no responde al lenguaje ni al raciocinio. La noche pasada conocí uno de esos miedos. Y no fue una metáfora.
No todo miedo nace de la mente. Hay miedos que brotan desde más hondo, desde un lugar primitivo que no responde al lenguaje ni al raciocinio. La noche pasada conocí uno de esos miedos. Y no fue una metáfora.
Fue una tormenta. Una tormenta real. Dormía mal, en un sueño liviano, deshilachado, desgastado. Algo en el aire anunciaba que la noche no sería tranquila. Pero nada pudo anticipar lo que vendría.
La tormenta llegó como una invasión. No con lluvia, ni con viento. Llegó a puro trueno. Trueno tras trueno. Trueno como martillo. Trueno como grito. Trueno como pregunta sin respuesta.
He vivido muchas tormentas, pero pocas así. O quizás ninguna. El cielo no parecía descargarse: parecía romperse. Una madre cielo intentando parir un hijo descomunal, luminoso y rugiente. Cada estruendo nos acercaba más a un punto de quiebre. Como si la realidad misma se estremeciera.
La oscuridad era total. Y no la del sueño, sino la de lo indomable. Solo relámpagos breves me recordaban que el mundo seguía ahí, aunque sin garantías.
Entre truenos y temblores, sentí una mirada. Me giré. Allí, parada a cinco pasos de mí, mi hija. Una silueta pequeña, alerta. La reconocí sin verla del todo. Y entonces, con voz firme y asustada, preguntó:
- Papá… ¿cuándo termina?
Nada podía responder. No había respuesta precisa ni consuelo fácil. Porque su pregunta no era solo por la tormenta. Era por el miedo. Por ese miedo sin forma, sin causa directa, sin escapatoria. El miedo que late en los niños, pero también en nosotros, los adultos que pretendemos calma.
Entonces ocurrió: un trueno final, tan seco, tan absoluto, que por un instante -infinitamente largo- el mundo se detuvo. El corazón también. No figuradamente. Lo sentí. El cuerpo suspendido en un presente sin latido. Un segundo eterno. Un vacío perfecto.
Y luego: el regreso. El corazón volvió a latir. No igual. No como antes. Sino con la certeza de haber atravesado algo. Habíamos sobrevivido al trueno. No a la tormenta -ella continuó por horas-, sino al trueno que marcó el límite.
El borde entre el miedo que paraliza y el miedo que se gasta, que se quiebra y se disuelve. Desde entonces, no era que el miedo hubiese desaparecido. Es que ya no tenía poder. Había llegado a su punto máximo. Y más allá de eso, no había nada. Solo nosotros. Respirando. Resistiendo. Juntos.
Comprendí algo simple, pero profundo: que el miedo no se vence. Se habita. Se atraviesa. Se deja tronar hasta que se rompe a sí mismo. Y al otro lado, no hay valentía, sino otra forma de humanidad. Más desnuda. Más verdadera. Y así seguimos.
Con la casa temblando. Con el cielo aun gritando. Pero con el corazón latiendo de nuevo. Sin mentiras. Sin consuelos vacíos. Solo con la memoria de un trueno tan real, tan hondo, que nos devolvió la vida sin pedir permiso.




