Me siento emperador del sol. No hay corte ni estandartes: apenas la vibración templada de una mañana que esconde su origen en una claraboya invisible. Camino, bailo, floto. La ciudad se despliega como un mantel recién sacudido: las migas de luz caen sobre el pavimento, los cables ceden una cuerda mínima donde el día afina su instrumento. Un gato negro cruza, deja en el aire el roce de su columna. Un toldo respira. El asfalto conserva marcas de lloviznas viejas. Y yo avanzo, ligero, sin la urgencia de los que calculan destinos. No sé quiénes son los que me rodean; tampoco sé con precisión quién soy. La pregunta, hoy, pesa menos que la sombra de una pluma.
Siento una partitura muda en la planta de los pies. Es un compás que no golpea, sugiere. Empujo el aire con los hombros, giro, me dejo caer un par de centímetros y vuelvo a subir como si en los tobillos se escondiera un resortito sabio. Las fachadas rezuman historias que aún no tienen lenguaje: mármoles con cicatrices, revoques levantados como párpados somnolientos, vitrinas donde el vidrio conserva huellas dactilares de compradores que ya no están. Un niño estampa la risa contra la vereda y la risa se pega; la levanto con la yema de los dedos, la sacudo, me la pongo de solapa.
Subo. No hay esfuerzo: la vertical me recibe como si el aire hubiera sido entrenado para mi peso. A medida que me elevo, las terrazas se ordenan en una geografía inesperada: tanques de agua como lunas domésticas, escalerillas de emergencia que hacen caligrafía de hierro en las medianeras, macetas con albahaca y una única flor naranja que estira el cuello para morder el sol. Desde aquí, las calles no son caminos: son líneas que unen secretos. Un vendedor acomoda mandarinas hasta lograr una constelación de cítricos; una anciana bate un mantel rojo y su rectángulo, por un instante, cubre la mitad de un techo vecino. De una chimenea sale un humo que no viaja; se queda ahí, doblado, como si una mano invisible lo hubiera detenido para pasarle un peine.
La altura me nombra sin voz. Ese nombrar no clausura, abre. Más arriba, los techos son pieles nuevas; más abajo, los patios guardan conversaciones plegadas en el revés de las sábanas. No hay miedo. La gravitación se ha vuelto un acuerdo entre caballeros: yo cedo un poco, ella cede otro poco, y el pacto nos sostiene. En el borde de una azotea, un balde azul acumula cielo; un perro me mira sin ladrar, con ese respeto antiguo que las especies se otorgan cuando se reconocen lejos y cerca a la vez.
Vuelvo a descender, apenas, para tocar la rugosidad de un muro que guarda salitre en las uñas. Bajo como se baja el tono de una voz que quiere decir algo sin quebrar el silencio. El aire en las cornisas tiene sabor a metal tibio. Una escalera exterior me invita con su geometría económica; no la uso, pero agradezco su oferta como se agradece a un desconocido que abre una puerta. En un balcón, dos tazas humean; el vapor dibuja una pareja que baila y se disipa. Un espejo oval, de espaldas a su casa, toma prestado el mundo con descaro: copia una nube, un filo de antena y un perfil que podría ser el mío o el de cualquiera.
La danza continúa. Mi desplazamiento no es recta ni círculo: es una espiral de radio variable, una caligrafía que, si se pudiera leer, no contaría una historia, la fabricaría. A ratos, acelero. La ciudad borra sus bordes y queda solo el baño de luz, homogéneo como la primera capa de pintura en una pared recién lijada. Me gusta esa pérdida de contorno: me deja a solas con la temperatura del día. Luego reduzco el paso y el detalle vuelve con una precisión de miniaturista: el hilo suelto de un toldo, la letra que falta en un cartel, la grieta que se bifurca como afluentes diminutos en una esquina.
Los otros aparecen y desaparecen como peces en acuario. Un hombre con traje oscuro práctica, sin saberlo, una coreografía de precisión: dobla el codo, toca el reloj, alisa el saco, mira a izquierda, mira a derecha. Una mujer sube por la calle con un pan redondo que cabe justo entre antebrazo y costillas: la corteza cruje apenas, y en el aire queda un olor que podría alimentar al barrio entero. Dos adolescentes ensayan risas nuevas, todavía con yeso fresco. Intercambiamos miradas breves; no hay necesidad de traducir. Cada gesto trae su glosa, cada caminata su pie de página.
La piel de la ciudad tiene poros. Por uno de ellos asoma una música anodina que, sin embargo, en este contexto suena perfecta; por otro, un silbido que no encaja con ninguna melodía pero insiste como si supiera algo que el resto ignora. Las ventanas actúan: una se abre apenas y deja caer un hilo de cortina que juguetea con el viento; otra, demasiado abierta, se arrepiente y se cierra de golpe, dejando en el vidrio un temblor de ecos.
Subo otra vez, no por capricho sino porque el aire me llama con un timbre que no admite demora. La ciudad, desde arriba, rehace sus jerarquías: aquello que parecía central se revela accesorio; los márgenes, vistos así, conquistan su lugar en la cartografía íntima. Descubro techos de chapa escritos por la lluvia, terrazas con colecciones de objetos sin biografía: una silla coja, una rueda de bicicleta, un retrato enmarcado al revés; pasillos que las azoteas traman como si fueran pasadizos secretos de un palacio sin rey. Sopla un viento que no empuja; pule. Y me dejo pulir.
La luz comienza a madurar. Ya no muerde con el filo de las primeras horas: acaricia, redondea, concede. La sombra de un poste se alarga y, al alargarse, vuelca medio barrio dentro de una jarra invisible. Las esquinas, antes nítidas, aprenden el idioma del borde blando. Me pliego a esa gramática. Reduzco el vértigo; escucho mejor. El pavimento devuelve la memoria de pasos antiguos, como si hubiera auditorios subterráneos eternamente atentos al recital de las suelas. El aire guarda palabras viejas y nuevas en una misma repisa y yo, por un segundo, leo sin separar silabeo de silencio.
Bajo. No es caída; es inclinación de confianza. Oscilo de un lado a otro, como si una mano paciente me llevara, sin apuro, hacia un punto de apoyo que no termina de definirse. Rozo un cable: vibra y esa vibración avanza por la calle, salta de columna en columna, y en el salto se vuelve rumor. Una bandada corta la recta de mi trayecto y, por instinto, acompaso mi movimiento a su geometría. Es una decisión sin deliberación: una obediencia alegre.
A ras de balcón, los mundos se abren en cuartos de teatro: una planta que ha aprendido a sostenerse con poca agua, un mantel a cuadros, un porta-macetas con la huella circular de lo que ya no está, un cuenco con mandarinas que amanecen cada día un poco más dulces para nadie en particular. El olor de una sopa trepa con mecha lenta por una pared medianera y, cuando llega, me llena la boca sin haberla probado. Una radio murmura noticias que, a esta altura del día, han perdido su pretensión de certeza y se parecen más a relatos que a partes.