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OPINIÓN

Crónicas santafesinas

El coronavirus me podrá cerrar todas las puertas, limitar todos los contactos con los amigos, pero lo que nunca podrá hacer es impedirme recordar. Y recordar los buenos tiempos.

Crónicas santafesinasCrónicas santafesinas

Jueves 26.3.2020
 23:29
Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz

I

Obligados a “cuarentenear” (la emergencia habilita hasta con cierta urgencia el neologismo) muchos en soledad o en la inesperada y de alguna manera forzosa sociabilidad doméstica, recordaremos con cierto tono melancólico los tiempos que si bien no son tan lejanos ya pertenecen al pasado, tiempos en los que nos encontrábamos con los amigos para almorzar o cenar, o salíamos a caminar por la calle dueños de todo el tiempo del mundo, o a pasear en auto, o a comer un asado o una boga en algún quincho, o sencillamente a tomar un café. ¡Te acordás hermano qué tiempos aquellos! No sé de qué nos quejábamos entonces, cuando -por ejemplo- en una mesa del bar se entraban a sumar amigos para comentar las peripecias políticas locales o nacionales, o simplemente disfrutar con cierto candor de los chismes aldeanos que siempre eran jugosos.

II

¿Qué se hicieron de aquellos espléndidos viernes a la tarde o a la noche, jornadas abiertas a la aventura de compartir con amigos y amigas copas y besos? ¿O los programas para ir al cine, al teatro, al boliche? Todo prohibido: prohibido salir, prohibido reunirse, prohibido besarse. Prohibido y aceptado, además, por lo cual ni siquiera nos queda la alternativa de la rebeldía, de la resistencia. Un preso no está mucho mejor que nosotros, pero ese preso dispone de la esperanza de la libertad. Esa ilusión por ahora a nosotros nos está vedada. Adiós -insisto, por ahora- a esos sábados a la mañana por la peatonal o bulevar; a esas excursiones a Rincón, Colastiné, Sauce Viejo, Monte Vera o Arroyo Leyes. A los paseos siesteros por la Costanera. ¡A quedarse en casa se ha dicho! Y, además, está bien que así sea.

III

Ahora bien, el coronavirus me podrá cerrar todas las puertas, limitar todos los contactos con los amigos, me privará de disfrutar aunque más no sea visualmente de las mujeres, pero lo que nunca podrá hacer es impedirme recordar. Y recordar los buenos tiempos, aquellos años en los que el único inconveniente que presentaba la vida era que a veces las monedas que había en el bolsillo no alcanzaban ni siquiera para tomar un café o compartir un vino. ¡Años de estudiante pobre!, “De la vida en orsay, del tiempo loco”. Ya lo dije una vez y lo repito: fueron años en los que no sé bien por qué motivo el vino nunca fue tan barato y tan rico, los amigos nunca fueron tan generosos y divertidos y las mujeres nunca más estuvieron tan dispuestas a hacernos felices.

IV

Al mediodía, después de clase o a la salida del Comedor Universitario, que entonces funcionaba -llueva, salga el sol o truene- sobre bulevar entre 4 de Enero y 1ª de Mayo, había una cita casi obligatoria en el bodegón de Ferreyra, en el mismo lugar en el que ahora funciona una casta agencia de correo, es decir, en la esquina de Bulevar y 9 de Julio. Allí, en el “Ferreyra”, lo conocí al Gallego don Luis de Córdoba. Y esa misma noche de 1967 fui testigo de uno de sus habituales escándalos, en este caso contra pacíficos y desprevenidos parroquianos de otra mesa que se negaban a cantar coplas de la República española. Juro ante cualquier libro sagrado que me presenten que durante tres o cuatro años (y cuando se tienen 18 pirulos, tres o cuatro años es una enormidad de tiempo) nunca falté al Ferreyra, Ni de mañana ni de noche. Pude por un motivo u otro haber faltado a clase o a alguna cita con la resignada novia de aquellos años. Pero al Ferreyra, jamás.

V

A la noche, las ofertas de sociabilidad se ampliaban. Según sean las necesidades o las urgencias, después del Comedor (de lunes a domingo, almuerzo y cena durante todo el año al precio equivalente a medio dólar actual y encima nos quejábamos) los más circunspectos tomaban un café en el San Jerónimo y los más curdas caían al Maimi -así estaba escrito en el cartel- de Osuna, a quien los muchachos habían calificado con el apodo de “Fiat 1500”, por su riguroso hábito de cambiar de aceite cada 1500 milanesas. El local del “Maimi” era muy pequeño y hasta el día de hoy sigue siendo un misterio cómo era posible que admitiera tantos estudiantes en su interior, estudiantes, curdas profesionales y jubilados que despuntaban el vicio con alguna ginebrita o un Fernet. En verano había tres o cuatro mesas en la vereda. Pero en invierno todos adentro, en ese saloncito con cuatro mesas chuecas, una barra con tres o cuatro banquetas y un enorme espejo colocado allí como para que observáramos cómo nuestra expresión iba cambiando a medida que la noche avanzaba. En el “Maimi” conocí a Canque Nogue, a Juan Gonella y Juan Marinich, al Negro Mujica, al Pati Ponce, a Cacholo Romero, a Chicharra Abella, a Nicolita Nanni. Y allí escuché por primera vez -me acuerdo como si fuera hoy- “Balada para un loco”, cantada por Amelita Baltar. Y la previsible y anacrónica polémica sobre si “eso” era o no tango.

VI

La otra cita nocturna de entonces, también estaba cerca de la Universidad (todos los boliches que frecuentábamos con fe de creyentes celebraban su culto en esa “zona roja” de la ciudad. Al que ahora me voy a referir funcionaba sobre Facundo Zuviría apenas pasando las Cuatro Vías. Allí habitualmente se cenaba y se escabiaba -las dos tareas eran importantes-). Y el público mayoritario éramos los estudiantes. Rico el vino, ricas las milanesas y rico el postre de queso con membrillo. Como podrán apreciar mis distinguidos lectores, nos conformábamos con poco. El bar se llamaba o le decían “El Gringo Negro”. Políticamente debería decirse que más que un bar era una emboscada para los desprevenidos parroquianos entre los que me contaba. A primera hora de la noche era visible un retrato enorme de Carlos Gardel colgado en la pared del mostrador. Allí el Morocho se levantaba pintón y sonriente, esclavo de su inmortalidad y ajeno al bullicio de la muchachada. Pero pasadas las doce de la noche, y cuando el local desbordaba de gente, su propietario, el Gringo Negro, practicaba su habitual emboscada: la luz se apagaba apenas unos segundos, y cuando regresaba observábamos asombrados que Carlos Gardel había sido reemplazado por Perón. Es decir, más que reemplazar, lo que hacía este buen señor era dar vuelta el cuadro para que a la sonrisa del Morocho le sucediera la sonrisa del Pocho, lo cual en aquellos años de proscripción era todo un acto de rebelión o de afirmación de una identidad política.

VII

Juro por lo más sagrado, que nunca en mi vida escuché con tanta frecuencia y tanto entusiasmo cantar la Marchita, porque, claro, una porción significativa de la concurrencia al local era peronista, por lo que, apenas el Gringo daba vuelta el cuadro empezaban con la Marcha y a continuación con el famoso “Aeaea aeae, aeaea aeae... San Martín, Rosas, Perón fueron tres cosas divinas/ San Martin, Rosas, Perón, fueron tres cosa divinas, cada uno en su momento... salvaron a la Argentina/... aeaea aeae aeaea aeae...”. Y me cacho en diez. Justo a mí me tocaba atravesar por esos percances, justo yo que desde chiquito, gracias a Dios, siempre fui antiperonista. Y por esas vueltas de la vida me forjé -o me vacunaron- escuchando esos cánticos, al punto que hasta el día de hoy no los puedo borrar de mi memoria. “Cuando Dios hizo a Lanusse estaba jugando al ludo/ cuando Dios hizo a Lanusse estaba jugando al ludo/ y es por eso que le dicen... Alejandro el pelotudo... aeaea aeae, aeaea aeae”. Y uno se quedaba allí, corriendo el riesgo incluso de terminar en cana sin comerla ni beberla, porque uno era un irresponsable, porque el vino era rico, porque las noches entonces eran generosas y acechantes y porque siempre había alguna mujer pelo oscuro, ojos claros, sonrisa tramposa, que mientras cantaba la Marchita, prometía o insinuaba algo. Y porque para bien o para mal, entonces éramos todos amigos. ¿No es así Raúl? ¿No es así Lorenzo? ¿No es así Gringo? ¿No es así Luis? ¿No es así Liliana?

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