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La vuelta al mundo

El "maracanazo" de 1950

Por Rogelio Alaniz

El "maracanazo" de 1950El "maracanazo" de 1950

Miércoles 18.6.2014
 1:02

Obdulio Varela, el gran “Negro Jefe” oriental. Foto: archivo el litoral

Rogelio Alaniz

Nunca antes se había juntado tanta gente en un partido de fútbol; no sé si alguna vez después se logró superar ese número de espectadores. Las crónicas aseguran que en 1950, en el flamante estadio de Maracaná, alrededor de 200.000 personas vitoreaban a Brasil y festejaban por anticipado el campeonato del mundo. La cidade maravilhosa lucía exuberante. Todo su colorido y su ruidosa y rítmica alegría se derramaba aquella tarde de julio, a mediados del pasado siglo. Los preparativos para la gran fiesta estaban listos: murgas, carrozas, mascaritas, tamboriles, todo estaba desplegado para festejar el primer campeonato del mundo.

Los comerciantes de camisetas también hacían su negocio: se había vendido medio millón con la leyenda “Brasil campeón”. Periodistas, locutores, camarógrafos, anticipaban los resultados. Los diarios ya tenían el título para la tapa y competían para ver quién salía primero a la calle con el anuncio de la gran victoria. O Mundo no pudo con su ansiedad y anticipó el campeonato en tiempo presente. Todo Brasil, desde Porto Alegre a Bahía estaba de pie, esperando el inicio de la fiesta. En el campo, en la ciudad, en los morros, en las favelas, en las lujosas residencias, en las humildes chozas, blancos, negros y mestizos, hombres y mujeres, chicos y viejos, todos esperaban el momento de salir a festejar. El honor nacional, el altivo honor nacional carioca, estaba en juego.

Un solo periodista transmitía para Uruguay. Se llamaba Carlos Solé y era la única voz española entre tantas voces portuguesas. Esa voz solitaria pasaría a ser después, por imperio de las circunstancias, la más importante de la cancha y la que los historiadores más tendrán en cuenta, cuando todas las otras voces locales se silencien.

Los políticos brasileños, por su parte, hacían campaña sumándose a la fiesta. Las elecciones estaban próximas y nadie quería perderse la oportunidad de conquistar votos. El presidente de la Nación, Gaspar Dutra, declaraba que había ordenado construir el Maracaná para celebrar el campeonato del mundo. El intendente de Río de Janeiro, Ángelo Mendes de Moraes, arengaba a los jugadores en los vestuarios.

Brasil tenía motivos para entusiasmarse. Venía de ganarle seis a uno a España y siete a uno a Suecia. Su arquero, su medio campista y su delantero ya estaban considerados los mejores jugadores del Mundial. La máquina de hacer goles estaba más aceitada que nunca. Sólo quedaba resolver el partido con Uruguay, apenas un trámite, un pretexto para justificar la alegría.

La banda de música aguardaba con sus instrumentos afinados para interpretar el himno de la victoria. Alguien sugirió que, aunque más no fuera para cumplir, los músicos ensayaran el Himno de Uruguay. Nadie le llevó el apunte. El presidente de la Fifa, Jules Rimet, ya tenía el discurso escrito en francés y portugués para saludar a los nuevos campeones. Seguramente alguien se lo había escrito porque lo releía de a ratos tratando de memorizarlo.

Iniciado el segundo tiempo del partido, Rimet se retiró a una habitación que tenía reservada en la zona de los vestuarios, con el fin de ensayar su discurso y descansar. En algún momento, le comentará admirado a un secretario la calidad de la construcción del estadio, que impedía que llegara a su cuarto el estruendo de la cancha. En ningún momento se le ocurrió pensar a ese zorro del fútbol que el profundo silencio que admiraba no provenía de la calidad de la construcción sino de otra cosa, de algo que para el señor Rimet en ese momento ni siquiera merecía ser tenido en cuenta.

En la vereda de enfrente, los directivos técnicos de Uruguay se resignaban al rol de sparrings de Brasil. El consejo a los jugadores era que trataran de no perder por más de cuatro goles de diferencia. El director técnico Juan López Fontana, les aconsejó en el vestuario que se defendieran como pudieran, que se amontonaran atrás y que soportaran el aluvión de pelotazos de la mejor manera posible.

Conclusión: nadie daba un mango por los orientales, nadie, excepto sus jugadores, que decidieron salir a jugar desobedeciendo las instrucciones de sus técnicos y directivos. “Juancito es un buen tipo -dirá el capitán del equipo Obdulio Varela el gran ‘Negro Jefe’- pero si le hacemos caso nos hacen más goles que a Suecia”. Uno de los técnicos les dirá un momento antes de que los jugadores salgan a la cancha: “Cumplan muchachos”. Lo dijo con tono resignado, a modo de consuelo, como admitiendo de hecho que Uruguay marchaba al sacrificio. La respuesta de Varela no se hizo esperar: “Cumplidos sólo si somos campeones”.

Para 1950, Varela ya era un prócer de los uruguayos. Hecho en la calle, formado en el potrero, se destacaba por su habilidad con la pelota y su temperamento de caudillo. A los treinta y dos años ya era un veterano, con más de treinta partidos en la selección y varios campeonatos locales y sudamericanos ganados. Sus compañeros lo respetaban por derecho, por guapo y por buen jugador; los técnicos también lo respetaban, pero por razones diferentes; los directivos le temían y le desconfiaban.

Brasil hacía mal en ningunear a los uruguayos. El pecado de soberbia no es aconsejable nunca y mucho menos en el fútbol. Para 1950, Uruguay había ganado un campeonato del mundo en 1930, dos olímpicos y algunos sudamericanos. Sus jugadores eran portadores de la temible “garra oriental”. Se jugaban el alma en la cancha; el mandato de la sangre charrúa y artiguista era un imperativo de honor. Es verdad que al momento de jugar con Brasil venían de empatar con España y de ganarle a Suecia por la mínima diferencia de un gol, pero era el mismo equipo que había goleado a Bolivia por ocho a cero. No, Brasil no tenía enfrente a once pataduras, y nada autorizaba a suponer que el partido se iba a resolver de taquito, como quien hace un trámite menor, como quien sabe con certeza absoluta que ganará de orejita parada.

Ninguna de esas consideraciones tuvieron en cuenta los brasileños, mucho menos esa multitud enfervorizada que se había dado cita en la cancha para festejar a Brasil “o campeao mais grande do mundo”. Hasta el periodista más prudente pensaba más o menos lo mismo. Después de todo -decían- ¿por qué temer?, si hasta con un empate salimos campeones.

El árbitro inglés, George Reader, no sabía español, pero consideró que no hacía falta traductor, porque el idioma dominante era el portugués. Sugestionado por el clima de la jornada, seguramente supuso que su tarea se reduciría a cobrar los goles de Brasil. Lo mismo pensaban los “rayas”Arthur Ellis y George Mitchell. Ninguno de ellos fue apalabrado antes del partido. Seguramente no lo hubieran admitido, pero a nadie se le ocurrió semejante “picardía”, porque no era necesaria: Brasil ganaría por goleada y la tarea del referí se reduciría a contar los goles.

El partido empezó a las 15.30 de aquel mítico 16 de julio de 1950. Tarde de sol apacible. Veintisiete grados de temperatura. Los jugadores de Brasil salieron a la cancha, todos impecables, con su camiseta blanca que nunca más volverían a usar. Los jugadores uruguayos sintieron el rugido de la multitud, destinado a aplastarlos anímicamente. La fiesta era tan previsible que los hinchas ni siquiera se preocuparon por agredir verbalmente a los orientales. ¿Para qué? De hecho eran algo así como un pretexto o mansos conejillos de Indias para el gran experimento que concluiría con la copa del mundo.

Imposible saber qué experimentaron los jugadores de Uruguay cuando salieron al campo de juego y sintieron sobre sus humanidades el espectáculo de cientos de miles de personas ovacionando a los locales. “Los de afuera son de palo, muchachos”, les gritó Varela a los jugadores, entre otras cosas porque sólo se podía hablar a los gritos. “No miren para arriba, el partido se gana abajo”, insistió el ‘Negro Jefe’, para después decirles a los que tenía más cerca: “El partido se gana con los huevos en la punta de los botines”.

(Continuará)

Imposible saber qué experimentaron los jugadores de Uruguay cuando salieron al campo de juego y sintieron sobre sus humanidades el espectáculo de cientos de miles de personas ovacionando a los locales.

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