Luciano Lutereau (*)
Luciano Lutereau (*)
“¿Por qué a veces publica generalizaciones ridículas sobre varones y mujeres?”, me preguntó hace poco una querida lectora. Primero, porque las excepciones no ponen en cuestión la generalidad. Segundo, porque me importa destacar que “masculino” y “femenino” no son identidades que alguien “sea”, sino modos de conflicto, y esto me parece muy importante para cuestionar la manera en que se piensan como histéricos aspectos femeninos y como obsesivos aspectos masculinos; insisto: el conflicto no tiene psicopatología.
Pienso que esto tiene significativas consecuencias en cómo se orienta un tratamiento y por eso insisto también, hace rato, en que el paradigma de la histeria es el varón (no la mujer) y de la obsesión la mujer (y no el varón). Entonces, me interesa deconstruir las categorías de histeria y obsesión; en esto trabajo hace cinco años, en muchos de los artículos y libros que publiqué. En este sentido, creo que mi trabajo apunta a estigmatizar conflictos y a criticar un psicoanálisis heteronormativo que idealiza el goce femenino e identifica masculino con fálico. Por último, publico generalizaciones ridículas, porque creo que las personas somos, siempre un poquito, más o menos, ridículas también.
Por ejemplo, después de una semana de parciales en diferentes universidades, noté que las mujeres suelen quedarse escribiendo hasta el final, revisan sus exámenes y, algunas de ellas, anuncian que seguro les fue mal (cuando entregaron cuatro o cinco hojas manuscritas). Debe ser una posición femenina, la de aquellas mujeres que anticipan que les fue mal y después se sacan un sobresaliente. ¿Por qué dicen que les fue mal cuando, además, saben que les fue bien? Se lo pregunté a una alumna: “Vos sabés que sabés, ¿no?”. Sí, claro, pero eso no muestra más que la pregunta es tonta. Permite entender que el saber no es una referencia identificatoria para una mujer; las mujeres no se identifican con el saber, por eso no creen que les pueda ir bien aunque sepan que sepan. Pero, ¿por qué esperan que les vaya mal? Seguramente eso debe tener que ver con la relación de una mujer con su imagen, en la que no confía más que a través de la mirada de otro. No reconocerse tan cómodamente en la imagen, como sí se reconocen los varones (quienes no suelen necesitar espejos), esa imagen que es el parcial que se entrega, lleva a pensar en lo peor: que es un cuerpo fragmentado (fantasía de oraciones inconexas), que la mirada será expulsiva (fantasía de que la letra no se podrá entender), etc. El complejo de las relaciones de una mujer con su madre (soporte primero de esa imagen) seguramente pueda reconstruirse a través de cómo una mujer atraviesa sus estudios.
Por otro lado, dos coordenadas son habituales hoy en día en el acceso a la parentalidad (en la clase media): para ellas, el surgimiento del deseo de embarazo cuando apremia el límite real de la capacidad reproductiva; para ellos, el consentimiento sólo para no perder a la mujer (que hace rato les pide un hijo y los amenaza con separarse). Pero deseo de embarazo no es necesariamente deseo de hijo, y consentir al hijo no es lo mismo que darlo. Así, tenemos mujeres para las que la relación con el hijo puede no ser materna (en la medida en que la maternidad implica una mediación que lleve a la mujer más allá del deseo de poseer; hasta hace un tiempo esa mediación se elaboraba con el deseo de recibir) y varones que dan hijos para retener una mujer (sin la mediación del deseo de nombrar descendencia). De este modo, la parentalidad pareciera haber ido dejando de implicar filiación. A esto llamé “destitución parental” hace un tiempo, situación que también expliqué al decir que los niños de hoy son “hijos de hijos”.
Quizá hubo una época en la que el amor feminizaba al varón. Hoy en día más bien infantiliza. El varón enamorado se comporta como un bebé que tiene que aprender a prescindir del pecho, a simbolizar la ausencia del otro sin ponerse a gritar y patalear (o salir a acostarse con cualquiera como venganza, o demorar la respuesta de un mensaje como castigo, etc.), que no puede amar sin ponerse ansioso, porque vive la dependencia amorosa como un desvalimiento, porque aún no aprendió a depender sin lastimar, porque si el otro no está es que se fue; y eso no tiene nada que ver con lo femenino, sino con algo más básico, con el modo en que ciertas relaciones no llegan a consolidarse (no porque surja la pregunta acerca de qué somos, sino) porque, como en la más temprana infancia, no se constituye el armado de los ritmos de la pareja, la expectativa de volver a verse y el reencuentro que permite vivir la falta del otro (amar, de vez en cuando, que el otro falte también) y, entonces, se sufre porque el otro no escribe, se cae en la desesperación, se llena ese vacío fatal con fantasías que no son fantasías, con pensamientos obsesionantes que no son obsesivos, celos que no celan, etc., aunque luego llega el mensaje y se siente la más ridícula de las alegrías: la de quien sabía que no era más que cuestión de esperar. No, el amor ya no feminiza; para el varón actual se trata de una regresión a la lactancia.
(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor del libro “Más crianza, menos terapia” (Paidós, 2018).
Me importa destacar que “masculino” y “femenino” no son identidades que alguien “sea”, sino modos de conflicto, y esto me parece muy importante para cuestionar la manera en que se piensan como histéricos aspectos femeninos y como obsesivos aspectos masculinos. El conflicto no tiene psicopatología.
Insisto, hace rato, en que el paradigma de la histeria es el varón (no la mujer) y de la obsesión la mujer (y no el varón). Entonces, me interesa deconstruir las categorías de histeria y obsesión (...). Mi trabajo apunta a estigmatizar conflictos y a criticar un psicoanálisis heteronormativo que idealiza el goce femenino e identifica masculino con fálico.