En los pasillos del hospital, el doctor Raúl Bianco era “el viejo”: un pediatra testarudo que odiaba los celulares y seguía hablando de dispensarios. Años después, ya jubilado, el espejo de su teléfono le devuelve otra forma de dependencia.
A Raúl Bianco los sesenta años le llegaron con cabellos grises, ojeras oscuras y unas “cacas de paloma” en la barba negra. También con una sordera que se negaba a aceptar. Quizás estaba algo más reflexivo, aunque todavía enrojecía cuando se trenzaba en discusiones por la atención de los pacientes en el hospital o, en la mesa del Café Tokio Norte de Santa Fe, por la política argentina.
El doctor Bianco esperaba con gusto las mañanas de los viernes. Con la excusa de colaborar con pediatras en formación, escapaba del Hospital de Niños hacia la periferia, hasta un dispensario levantado sobre una callecita arenosa de Colastiné Norte, vecina a los sauces y a la laguna. Corría la primavera de 2009, y hacía tiempo que para los jóvenes pediatras Bianco era “el viejo”.
Más allá de las canas, el apodo lo tenía bien ganado por sus actitudes retrógradas: seguir llamando dispensarios a los Centros de Atención Primaria de la Salud o enfurecerse si sonaba un celular durante un pase de sala. Después de la jornada hospitalaria, Bianco continuaba su tarea en una clínica de barrio.
A pesar del cansancio acumulado desde el otoño -cuando, por la pandemia de influenza, se multiplicaron los enfermos-, todavía disfrutaba de demorar la consulta para recibir un dibujito de regalo o responder la pregunta ingenua de un niño. Por entonces llegaron al consultorio los jóvenes padres de Elena, una bebé hermana de Martín, de seis años, y de Gustavo, de tres.
A dos meses del último control, la nena se veía rozagante y con buen desarrollo. Tras el saludo, la madre dijo:
- Nos demoramos dos meses. Estaba lo de la Gripe A, y la nena toma bien la teta. ¡Con tres chicos, ya estoy canchera!
- ¡Nos pasó de todo! (interrumpió el padre) ¿Recordás que la última vez, mientras estábamos en el consultorio, me llamaron porque internaban a mi viejo por un problema cardíaco?
- ¿Ah...? (murmuró Bianco, desorientado)
- Te habías molestado cuando respondí al celular mientras examinabas a Elenita (aclaró el padre)
- ¡Sí! Ahora me acuerdo (dijo el médico)
- Cuando te conté la edad de mi viejo, comentaste que habían nacido en el mismo año (agregó el joven)
- ¡Lo recuerdo! ¿Y cómo anda el abuelo? (preguntó Bianco, animado)
- Murió hace una semana (dijo el padre, con voz quebrada)
“¡La puta! ¡Si tenía mi edad!”, pensó Bianco. Pero de su boca solo salió:
- Pobre... ¿Y cómo les afectó a los chicos?
Fue la madre quien respondió:
- Les agarró distinto. Gustavito no se daba cuenta; andaba en el triciclo cantando: “¡Se murió el abuelo!, ¡Se murió el abuelo! ¡La, la, la...!”
- ¿Y Martín? (preguntó el pediatra)
El padre, ya repuesto, explicó:
- Reaccionó diferente. Es más grande, viste… Martincito preguntó: “¿Adónde va el plasma del abuelo?”
Raúl Bianco, conmovido, intentó corregir:
- ¿Si el alma del abuelo se iba para el cielo? ¿O algo así?
- ¡No, no! ¡¿Qué alma?! ¡El plasma! (remarcó el padre). Quiso saber quién se iba a quedar con el televisor del abuelo. Un plasma enorme, carísimo. Lo había comprado hacía poco...
“¡Mierda! ¡Si éramos del mismo año!”, se repitió para sí el viejo pediatra.
La primavera de 2024 encontró a la Sociedad Argentina de Pediatría embarcada en una campaña para alejar a los niños de las pantallas de celulares, computadoras y televisores. Quizás la recomendación debería incluir también a los pediatras jubilados. Desde que se retiró del hospital, para Raúl Bianco el smartphone se había vuelto casi una extensión de su mano.
Cada media hora dirigía la mirada a la pequeña pantalla para revisar mensajes de WhatsApp o hacer búsquedas en Google, como estas dos:
* “TV plasma”: televisor voluminoso, de pantalla grande y plana, con dos láminas que encierran una mezcla de gases para transmitir imágenes de colores vivos. Se dejó de fabricar porque consumía demasiada energía.
* “Alma”: en algunas religiones, energía espiritual e inmortal encerrada en un ser humano. Tras su muerte, se separa del cuerpo y asciende.
“¡Igual que una mezcla de gases!”, relacionó Bianco, mientras deslizaba el dedo por la pantalla buscando ofertas en televisores LED.
El “chupete digital”
Los niños se sienten fascinados por las pantallas: celulares, televisores, computadoras o consolas de videojuegos. No es casual. Estos dispositivos activan en su cerebro mecanismos similares a los de la dopamina, la sustancia que produce placer y calma. Pero lo que parece inofensivo puede transformarse, en los primeros años de vida, en un obstáculo para su desarrollo.
Este “chupete digital” interfiere con la atención, retrasa el lenguaje, empobrece la comunicación social y reemplaza el juego simbólico por un contacto pasivo con el mundo. Le roba tiempo al descubrimiento, la imaginación, la actividad física y el vínculo humano.
La excepción: bebé en video llamada con su abuela, que vive en otro país.
“Pantallas no tener, donde haya sábana y mantel”. Así podría resumirse una regla sencilla: en el dormitorio, las pantallas dificultan el descanso; en la mesa, distraen y debilitan el diálogo. Incluso si el televisor está encendido de fondo, el niño come peor y se conecta menos con sus padres.
Los expertos aconsejan: nada de pantallas antes de los dos años (excepto videollamadas con familiares); menos de una hora diaria hasta los doce; y no más de dos horas al día en la adolescencia. Además, se recomienda usar herramientas de control parental y acompañar siempre su uso.
Las pantallas llegaron para quedarse, pero el modo en que convivimos con ellas aún puede cambiar. Como escribió la médica Delfina Godano: “Estamos a tiempo de cambiar el rumbo”. Y ese rumbo empieza en casa.