Queridos amigos. ¿Cómo están? ¿Cómo se encuentran? Espero que bien. Ingresamos ya en el mes de agosto y la Liturgia de la Palabra de Dios nos enfrenta con varias preguntas que hacen referencia al sentido de la vida humana: ¿Para qué vivir? ¿Para qué sufrir? ¿Para qué morir? El sabio Qohélet, en el Libro del Eclesiastés, reflexionando sobre la existencia de la vida humana, llega a una conclusión contundente, nos dice:
"Vanidad de vanidades. Todo es vanidad. ¿Qué provecho gana el hombre? ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad".
Sin lugar a dudas, se trata de una visión pesimista de la vida. Porque, sin una referencia a Dios... ¿Qué nos queda? Nada. La vida es absurda. Si bien teóricamente hablando no negamos la existencia de Dios, en la práctica lo tomamos al margen de la vida diaria o simplemente no lo necesitamos. Lamentablemente, con frecuencia, sin darnos cuenta, quedamos afectados por el ateísmo práctico. En el Evangelio de hoy, Jesús para abordar un tema tan complejo cuenta una bellísima parábola:
"Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: '¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha'. Y se dijo: 'Haré lo siguiente. Derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?"
Mis queridos amigos. Esta parábola fue compartida por Jesús hace dos mil años, y sin embargo hoy más que nunca mantiene su actualidad. Hay situaciones límites en nuestra vida, hay un punto de inflexión donde uno no tiene escapatoria. La muerte, es una llave importante para redescubrir el sentido verdadero de la vida. La muerte lo relativiza todo, es una llave importante para descubrir el sentido verdadero de nuestras vidas.
Hace poco escuché una bella historia. Un estudiante norteamericano de 22 años escribió: "Poseo un título universitario, tengo un coche de lujo, gozo de una total independencia financiera y se me ofrece más sexo y prestigio del que puedo disfrutar. Pero, lo que me pregunto es ... ¿qué sentido tiene todo esto?" Jutamente, reducir nuestra existencia humana solo a la dimensión terrenal es lo que en definitiva afirma el sabio Qohélet cuando dice: "Vanidad de vanidades. Todo es vanidad (...)".
Finalmente, San Pablo en la Segunda Lectura de la Liturgia de hoy, en la Carta a los Colosenses, nos presenta una visión totalmente distinta de la vida, diciéndonos: "Ustedes son Hijos de Dios, han resucitado con Cristo, busquen lo que viene del cielo. Hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal: la lujuria, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría. Tampoco se engañen los unos a los otros. Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas".
Las cosas materiales son importantes, qué duda cabe. Debemos poseerlas, pero no debemos ser poseídos por ellas. Ninguna cosa material, por más bella y tentadora que sea, aporta algo a nuestra dignidad de ser hijo e hija de Dios. Lo significativo y esencial son las virtudes, las buenas obras, el servicio a los demás. Por eso, cuánta razón tiene Julio Cesar Labaké al decir: "¡Qué bueno es ser bueno!"
A la vida debemos darle un sentido. Vale la pena jugarse por los demás y bregar por un mundo más justo y fraterno tal como lo decía el papa Francisco en la Jornada de la Juventud, a los jóvenes, celebrada en Brasil en el año 2013: "No se queden encerrados en sus comunidades, en sus fiestas. La Iglesia tiene que salir a la calle. Ustedes son sus principales protagonistas". Pensemos por unos minutos en nuestras vidas. Cristo espera que seamos su presencia activa y significativa. Hoy más que nunca nos necesita. Aportemos pues, lo que es verdaderamente valioso para el mundo de hoy que de sentido a la vida de todos.
El sentido de la vida
Qohélet, palabra hebrea que significa "predicador", "maestro" o "recopilador de dichos", aparece en el primer versículo del Libro del Eclesiastés. De hecho, el título literal hebreo de este libro es "Las Palabras de Qohélet, el Hijo de David, Rey en Jerusalén". El libro del Eclesiastés no da información específica sobre quién es este Qohélet. Sin embargo, las pruebas del texto del Eclesiastés, así como del resto de la Biblia, llevan a la mayoría de los eruditos a concluir que Salomón es el Predicador y autor.
Una de las razones por las que se identifica al Qohélet con Salomón es que en un tiempo Salomón fue rey de Israel (Eclesiastés 1:1 "rey en Jerusalén"). Por lo tanto, la conclusión más común, es que el predicador del Eclesiastés sea Salomón, hijo de David (puede verse en GotQuestions.org en español: "¿Quién es el Qohélet del Eclesiastés?"). El libro de Eclesiastés comienza con una afirmación que puede sonar desalentadora: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad". No obstante, estas palabras del sabio Qóhelet nos invitan a reflexionar sobre el sentido de la vida y las cosas que valoramos.
Qohélet (Kohélet para los judíos y Cohelet castellanizado) observa el ciclo interminable de la vida: generaciones van y generaciones vienen, el sol sale y se pone, los ríos corren hacia el mar pero el mar nunca se llena. Todo parece repetirse sin fin, y ante esto, Qohélet se pregunta: ¿Qué provecho tiene el ser humano de todo su esfuerzo bajo el sol? Este pasaje no es una invitación a la desesperanza, sino una llamada a la sabiduría.
Nos confronta con la realidad de que muchas de las cosas a las que dedicamos nuestro tiempo, energía y esfuerzo son efímeras, pasajeras. La fama, la riqueza, los logros materiales, todos estos pueden desaparecer, y no nos ofrecen una felicidad duradera. Pero al reconocer la vanidad de las cosas mundanas, también se nos invita a buscar lo que es verdaderamente significativo y duradero.
Qohélet nos dirige a un entendimiento más profundo: la verdadera satisfacción y sentido no se encuentran en las cosas de este mundo, sino en nuestra relación con Dios, en vivir de acuerdo con su voluntad y en la búsqueda de la sabiduría divina. La pregunta es: ¿Estamos dedicando nuestras vidas a cosas que pasarán, o estamos construyendo sobre una base sólida en Dios?