Agustina Mai
amai@ellitoral.com
Derivados ante casos extremos, el paso transitorio por esta institución quiebra el ciclo de la violencia. El horror, en primera persona.

Agustina Mai
amai@ellitoral.com
La creación de refugios y la asistencia a las víctimas de la violencia de género fueron dos de las consignas que enarbolaron ayer miles de santafesinos en una colmada plaza 25 de Mayo.
En sus tres primeros meses de existencia —fue inaugurada el Día Internacional de la Mujer—, la primera casa de amparo provincial alojó a 9 mujeres víctimas de violencia, junto a sus hijos: un total de 33 personas. Actualmente, residen allí 5 mujeres y 11 niños, provenientes de diversas localidades de la provincia.
El tiempo de permanencia es variable en cada caso: pueden ser días, semanas o meses, de acuerdo a las posibilidades de cada víctima de generar un nuevo proyecto de vida. En todos los casos, se aclara la transitoriedad del alojamiento. “La casa no soluciona los problemas de violencia, sino que la pensamos como el último recurso ante casos extremos. Además de resguardar a las mujeres, es una oportunidad para mostrarles que otra vida es posible”, explicó Silvina Boschetti, subsecretaria de Innovación en Gestión Social dependiente del Ministerio de Desarrollo Social de la provincia.
—¿Cómo llegan estas mujeres a la casa de amparo? -preguntó El Litoral en una entrevista con el equipo de profesionales que contiene, asesora y acompaña a las víctimas.
—Por lo general llegan derivadas por parte del equipo de Género, cuyos profesionales realizan una primera evaluación del riesgo que corren y, si lo consideran necesario, piden lugar en esta casa. Apenas llegan, se les hace una entrevista preliminar y, luego, con más tiempo y tranquilidad, una segunda entrevista para profundizar y definir estrategias relacionadas con la salud, la escolaridad de los niños, la denuncia judicial, cómo recuperar sus pertenencias y hasta trámites en Anses o de documentación. En el mediano plazo, se comienza a pensar en la posibilidad del egreso para que la estadía sea lo más corta posible, respondió Lucía G., una de las psicólogas del equipo.
Las profesionales que trabajan directamente con las víctimas prefirieron resguardar sus apellidos por seguridad. “Santa Fe es muy chica y los agresores pueden tomar represalias contra nosotras”, advirtieron.
—¿Qué factores determinan la derivación por parte del equipo de Género?
—Hay innumerables factores de riesgo: si el hombre tiene armas, si la agredió en la vía pública porque esto les da una sensación de mayor poder e impunidad (“te pego delante de todo el mundo y nadie hace nada”), la intensidad de la violencia y el tiempo durante el cual se viene produciendo, si existe una familia que pueda contener, si hay violencia contra los chicos, si corre riesgo la vida de la mujer y, también, el temor o el terror que siente -detalló la psicóloga.
Afuera y después
El paso por la casa de amparo, aunque transitorio, marca un antes y un después en la vida de las mujeres. “Es todo un acontecimiento, un cimbronazo para cada mujer, para su familia y hasta para el barrio”, dijo Daniela R., otra de las psicólogas.
Pero la ruptura con un pasado doloroso requiere de un largo camino de recuperación.
“Lo más difícil es trabajar en el ‘después’ de la casa. Pensar un proyecto para estas mujeres y en su inserción laboral”, reconoció la profesional.
—¿De qué instituciones se valen una vez que la mujer sale de la casa?
—De todas: el centro de salud, la escuela, los Centros de Acción Familiar (CAF), ONGs. Lo importante y quizá más difícil es encontrar en alguno de estos ámbitos una persona comprometida. Por eso, les pedimos a los médicos, maestros y a toda la sociedad, un rol mucho más activo, para que puedan estar atentos y ayudar al seguimiento de una mujer o de sus hijos -planteó Daniela.
Hablar y denunciar
Las profesionales perciben un cambio generacional. “Las mujeres más jóvenes dicen lo que les pasa. Ya desde el noviazgo, si sufren alguna situación violenta, se lo dicen a alguien. Quizás no sea una denuncia formal, pero a alguien se lo cuentan. Eso prácticamente no se ve en mujeres de más de 50 años, que están más acostumbradas al silencio y al sometimiento”, sostuvo Daniela R., psicóloga de la casa de amparo.
Consultadas sobre si las víctimas llegan a concretar las denuncias, asintieron, pero aclararon que los delitos por lesiones o amenazas son excarcelables. También plantearon que, en determinados barrios, los agresores tienen contactos con la policía o son conocidos, por lo que recomiendan acudir al Centro Territorial de Denuncia (Las Heras 2883), donde hay personal preparado.
Por último, el equipo instó a cambiar el machismo arraigado en los pequeños gestos cotidianos y remarcó la importancia de la marcha de ayer y de la tarea de concientización de los medios de comunicación.
Pedir ayuda
Ante una emergencia, hay que llamar al 911 ó 144. Para consultas, al 4572888 o en San José 1701 de lunes a viernes de 7 a 13.
“Pasé meses sin ver la luz del sol, encerrada y encadenada”
Ana (nombre de fantasía) tenía 15 años cuando se juntó con su pareja. Enseguida, llegó el primer hijo y al año, el segundo. “No dejaba que me cuidara”, recuerda hoy con la cabeza gacha y la mirada fija en el piso, masticando el estrecho y perverso vínculo entre embarazo y sometimiento.
Tuvieron cuatro hijos. “Todos varones”, agradece y aclara: “Con cada embarazo, lo único que pedía era que no fuera mujer, para que ningún hijo de puta la hiciera sufrir como yo sufrí”.
Primero, su pareja la alejó de su familia y, luego, las amenazas, el encierro y los golpes se volvieron moneda corriente. “Viví encerrada toda mi vida, en una pieza que no tenía ni ventanas. Pasé semanas, meses sin ver la luz del sol, encerrada y encadenada. La puerta con candado, y más allá, otra puerta con candado”, cuenta apretando los dientes, como los apretó durante 12 años de tortura.
Cuando él se iba a trabajar, contrataba a una persona que hacía de carcelera. Ana no salía nunca de su casa, ni para ir a la escuela a buscar a sus hijos. Los gritos desgarradores pidiendo auxilio eran en vano. “Lo único que me rodeaba era la familia de él. Todos sabían, pero nadie hablaba. El día que me desfiguró la cara a golpes, su madre me dijo que lo hacía porque me amaba. ¡Linda manera de amar!”, ironiza con una mueca que se petrifica antes de convertirse en sonrisa.
Ni la panza del último embarazo fue un freno para los puñetazos. Pasó los 9 meses encerrada, sin ningún control médico. Tantos golpes afectaron al bebé en camino y las secuelas se hicieron palpables cuando, a los 9 meses de vida, empezó a hacer caca con sangre. Desesperada por conseguir atención, Ana logró escapar, pero su cuñado la interceptó, le sacó el chico de los brazos y su pareja la llevó a las rastras de vuelta a su calabozo.
Esa noche, la bestia tuvo un rasgo de humanidad: ante las insistentes súplicas, accedió a llevar a su hijo al hospital de Niños O. Alassia. Fue el primer paso a la libertad.
Al bebé tuvieron que operarlo para sacarle parte de los intestinos destruidos por los puñetazos. Se salvó; y su mamá también. En el hospital, una mujer notó la cabeza gacha, la mirada esquiva y el mal aspecto de Ana. Por el contrario, su pareja lucía “muy pitucón” y “chamuyaba a lo lindo”. La mujer intuyó lo peor y se animó a preguntar. Ana confió en ella y le contó su calvario. “Hablá, pedí ayuda que te la van a dar”, la animó.
Y la ayuda llegó. A siete meses del escape de su infierno, por primera vez duerme sin cadenas, en un refugio para víctimas de la violencia, donde vive con sus cuatro hijos.
“Quiero independizarme, trabajar y darles una casa a mis hijos”, afirma hoy, con la cabeza un poco menos gacha y la mirada un poco menos esquiva. Del “hdp” -como ella lo llama- no volvió a tener noticias.




