foto: archivo el litoral / dpa
Por Luciano Andreychuk. El lenguaje coloquial expresa muchas veces síntomas de época. Y el “Pero bueno” es un caso paradigmático. “Pero bueno” es sinónimo de resignación. Y la resignación, respetado lector, no es otra cosa que la mansa aceptación de la adversidad, por más nimia y mundana que ésta sea
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Luciano Andreychuk
landreychuk@ellitoral.com
Estimado lector: audítese en sus modos habituales de habla. Haga el breve y simple ejercicio de medirse en sus usos de comunicación coloquial. Respóndase esta pregunta: ¿Cuál es la expresión más frecuente que utiliza para concluir sus frases diarias? ¿Cuál es el remate de lo que le dice al amigo, al vecino, al chofer de colectivo, al verdulero, al carnicero, a su jefe? Seguramente, la respuesta a la consigna será que ese remate es “Pero bueno”.
“Pero bueno” lamentablemente está de moda. Decimos cada vez más seguido “Pero bueno” para terminar nuestras frases cotidianas. El “Pero bueno” no es una expresión feliz, como ésas que usted escucha en los spots publicitarios, llenos de enunciados que venden los mercachifles de la felicidad (los publicitarios) como si la felicidad fuese una mercancía fácilmente adquirible, en 12 cuotas y con un costo financiero total bajito bajito.
El lenguaje coloquial expresa muchas veces síntomas de época. Y el “Pero bueno” es un caso paradigmático. “Pero bueno” es sinónimo de resignación. Y la resignación, respetado lector, no es otra cosa que la mansa aceptación de la adversidad, por más nimia y mundana que ésta sea.
Un ejemplo, y vendrán otros más abajo. “Estuve esperando el colectivo cuarenta minutos y cuando llegó, no paró porque iba lleno. Pero bueno, esperaré que llegue el próximo bondi. Esto pasa casi todos los días, pero bueno... (dialéctica del acostumbramiento)”.
Desarticulemos la expresión. “Pero” es una conjunción adversativa que expresa una oposición al enunciado que la precedió. Es similar al “Sin embargo”, o al “No obstante”. “Bueno” es un adjetivo (su antónimo es “malo”), pero en este caso actúa como interjección, como voz coloquial: no califica la conjunción (el “pero” no es un muchacho “bueno”). Sólo la completa.
Y la totaliza: por separado son dos elementos sintácticos y semánticos bien distintos. Pero juntos, constituyen una totalidad dialectal de uso coloquial que tiene un sentido propio, dramáticamente nacional. La argentinidad al palo.
Con todo se concluye, considerado lector, siempre y cuando esté usted de acuerdo con la hipótesis inicial (“Decimos cada vez más seguido ‘Pero bueno’”) y decida seguir leyendo esta nota, que los argentinos estamos un poco más resignados. Y la resignación, que por definición es (otra vez) la mansa y obsecuente aceptación de una realidad adversa, ata de manos. Nos sosiega, nos adoctrina a un estado de cosas, nos ablanda los mecanismos de reacción. Nos relaja en esa mullida almohada del conformismo, aún a regañadientes. Y nos lleva al consuelo más común: “Pero bueno, seguro que hay otro que está peor que yo”.
“La TGI aumenta cada vez más”. “Tantos baches que hay en la ciudad me rompieron el auto”. “Casi todo en el supermercado aumentó, y la jubilación ya no me alcanza para casi nada”. “Me peleé con mi mujer”. “No llego a rendir el examen, no entiendo nada, las clases están tan atestadas de alumnos que no cabe ni un alfiler”.
“Pero bueno; me meteré en un convenio de pago; y si no, que a la TGI la pague Dios”. “Pero bueno, deberé dejar el aguinaldo en el arreglo de auto; peor la gente que anda a pata”. “Pero bueno, entre comer y la medicación que debo tomar, hay que comer; todo es por culpa de la inflación”. “Pero bueno, la relación matrimonial no daba para más. Mejor solo que mal acompañado”. “Pero bueno; el próximo llamado rendiré, si el profesor se digna a explicar mejor algunos temas”.
El tema del “Pero bueno” no es nuevo. El 23 de septiembre de 2000, el filósofo José Pablo Feinmann publicó un artículo sobre esta expresión tan argentina en el diario Página/12. Poco más de un año después, el país volaba por los aires.
De La Rúa huyendo en helicóptero, las cacerolas abolladas y el “Que se vayan todos”, los saqueos, la sangre de los muertos tiñendo las calles. El que depositó dólares, recibirá dólares. Casi sin saberlo (o quizás presintiéndolo), Feinmann anticipó un clima de época. Escribió algo así como ese tenso silencio y ese pesado olor a humedad que antecedieron la tormenta más feroz de la historia reciente.
El “Pero bueno” versión 2014 es más un síntoma cutáneo de la piel social o un malestar general que el presagio de un desenlace dramático. El problema es la resignación. Usted, lector, debería proponerse ponerle un freno a la resignación diaria. Que no todo está tan mal, piense, que hay vías de acción y participación para intentar revertir la adversidad. Que hay que cargarse la circunstancia al hombro y arrastrarla, pese lo que pese, pero con ánimo de reacción y confrontación.
Hay que dejar de decir tan seguido “Pero bueno” al final de nuestras frases cotidianas.




