Por Verónica Dobronich
El bienestar dejó de ser un lujo y se convierte en una necesidad para la salud mental, con la neurociencia mostrando cómo emociones, relaciones y hábitos diarios impactan directamente en el cerebro.

Por Verónica Dobronich
En la era de la hiperconexión y la inmediatez, el bienestar dejó de ser un concepto aspiracional para convertirse en una necesidad de supervivencia mental. Las neurociencias lo confirman: la manera en que gestionamos nuestras emociones, descansamos, nos relacionamos y entrenamos nuestra mente tiene un impacto directo en nuestra salud cerebral.
Durante años, el bienestar se redujo a una lista de hábitos físicos: comer sano, dormir bien, hacer ejercicio. Pero hoy sabemos que la neuroplasticidad —la capacidad del cerebro de cambiar su estructura y funciones a lo largo de la vida— se fortalece cuando cultivamos emociones positivas, gratitud y propósito.
Estudios del Greater Good Science Center de la Universidad de California muestran que quienes practican la gratitud tienen un 25% más de bienestar emocional sostenido y menor riesgo de ansiedad o depresión. Por su parte, el Harvard Study of Adult Development, la investigación longitudinal más extensa del mundo, concluye que las relaciones de calidad son el mejor predictor de felicidad y salud a largo plazo.
No se trata de negar las emociones difíciles, sino de aprender a regularlas conscientemente. Las pausas activas, la respiración consciente o los espacios de desconexión tecnológica no son lujos, son actos de inteligencia emocional.
La neurociencia lo llama “higiene mental”: entrenar la mente como un músculo, con constancia, descanso y empatía.
Tal vez el bienestar no sea un destino, sino una práctica cotidiana de autoconocimiento. Y, como toda práctica, mejora cuando la hacemos con conciencia y amabilidad hacia nosotros mismos.




