"Nada es fijo, todo debe evolucionar"- Eileen Gray
"Nada es fijo, todo debe evolucionar"- Eileen Gray
Si Eileen Gray abrió un surco en la roca dura del modernismo, lo cierto es que durante gran parte del Siglo XX ese surco se volvió casi invisible. La historiografía y el mercado continuaron orbitando alrededor de nombres masculinos. No fue sino hasta finales del siglo XX y principios del XXI que las arquitectas, entre ellas Zaha Hadid, Kazuyo Sejima, Carme Pinó, Odile Decq y Jeanne Gang -así como otras semillas de futuro-, comenzaron a ganar una visibilidad proporcional a la de sus aportes. Y aun así, incluso en la actualidad, la lucha por ese reconocimiento sigue siendo ardua, como si cada paso adelante debiera ser validado dos veces, mientras que a los hombres se les concede de entrada la autoridad.
Entre las nombradas, Zaha Hadid fue, en muchos sentidos, la gran irrupción. Nacida en Bagdad (Irak) y formada en Londres, su arquitectura desafió las convenciones de la geometría y la gravedad. Sus edificios , como el MAXXI de Roma (Museo Nacional de las Artes del Siglo XXI) o la Ópera de Guangzhou, parecían más paisajes fluidos que estructuras rígidas. Hadid se convirtió, en 2004, en ser la primera mujer en ganar el prestigioso Premio Pritzker (ver abajo), un reconocimiento que parecía confirmar que al fin la profesión empezaba a abrir sus puertas. Y sin embargo, detrás del glamour mediático y los encargos icónicos, Hadid seguía denunciando la discriminación que enfrentaba como mujer árabe en un campo de élites occidentales y masculinas. Su figura encarna una paradoja: alcanzó un nivel de visibilidad nunca antes logrado por una arquitecta, pero lo hizo a fuerza de volverse ella misma un "monumento", un nuevo tipo de estrella, quizás con la soledad que eso implica. Esa visibilidad, en lugar de naturalizar la presencia de mujeres en el centro de la disciplina, confirmaba lo excepcional que resultaba todavía su caso.
Por su parte Kazuyo Sejima, desde Japón, abrió otro camino, más silencioso pero igualmente revolucionario. Cofundadora de SANAA, en sociedad con su compatriota Ryue Nishizawa (de allí el nombre del estudio fundado en 1995: Sejima + Nishizawa and Associates), su arquitectura apuesta a la transparencia, la liviandad y la sutileza: edificios que parecen casi disolverse en el aire, como el Museo del Siglo XXI en Kanazawa o el Rolex Learning Center en Lausana. A diferencia del gesto monumental de Hadid, Sejima -que junto a su socio ganaron el Premio Pritzker en 2010, siendo la segunda mujer en lograrlo- mostró que el poder de la arquitectura también puede residir en la discreción, en esa levedad que Gray había intuido décadas antes. Pero incluso en ese camino aparentemente despojado, su nombre rara vez circuló con la misma fuerza que el de tantos arquitectos hombres de su generación. Su obra se volvió ejemplo de cómo la visibilidad femenina a menudo se mide con escalas distintas: cuando un hombre proyecta en silencio se lo llama minimalismo; cuando lo hace una mujer, se lo confunde con debilidad o con falta de carácter.
En Europa, nombres como los de Carme Pinós y Odile Decq siguieron cuestionando la idea de una autoría exclusivamente masculina, combinando rigor técnico con compromiso social. Pinós, desde Barcelona, reivindica la arquitectura como un acto de ciudadanía, una herramienta para la vida colectiva. Decq, con su impronta punk, sacude la academia y las instituciones, recordando que la disciplina también necesita irreverencia para no fosilizarse. Ambas muestran que la arquitectura no se reduce al brillo de una firma, sino que puede ser un acto de intervención política y cultural. Y sin embargo, incluso ellas, con carreras sólidas y reconocidas, saben que la frontera nunca está del todo vencida: las estructuras de poder de la disciplina siguen marcadas por el peso de directorios, jurados y clientes mayoritariamente masculinos.
En Estados Unidos, Jeanne Gang representa quizás la síntesis más fecunda de estas trayectorias. Su Torre Aqua en Chicago -con sus balcones ondulantes que generan un skyline líquido- no solo es un icono estético, sino también un manifiesto sobre sostenibilidad, comunidad y participación. Gang se ha convertido en referente global de una nueva manera de entender la profesión: no como una lucha de egos, sino como un ejercicio colaborativo capaz de repensar la relación entre lo humano, lo urbano y lo natural. Y aun así, incluso con ese prestigio, no deja de subrayar que dirigir un estudio siendo mujer exige un esfuerzo extra: convencer, demostrar, negociar en un terreno donde la confianza se deposita más fácilmente en los hombres.
En todas ellas resuena, de manera más o menos explícita, la huella de Eileen Gray,la gran precursora. Porque lo que Gray anticipó no fue solo una estética, sino un modo distinto de concebir la arquitectura: menos obsesionada con el gesto heroico y más preocupada por la experiencia íntima de habitar. Hoy, cuando las crisis ecológicas y sociales nos exigen repensar radicalmente la disciplina, la lección de Gray y de tantas arquitectas contemporáneas es clara: la arquitectura no puede seguir siendo un monumento al ego masculino, sino que debe convertirse en un espacio de cuidado, de relación, de comunidad. Esa perspectiva no es un detalle de género, sino una transformación radical de lo que entendemos por construir.
Pero este cambio no es fácil ni está garantizado. Durante siglos, la arquitectura fue un campo pensado por y para los hombres, un lenguaje de poder, monumentalidad y control. La irrupción de las arquitectas en el escenario global no significa que esa herencia haya desaparecido. Más bien, revela la tensión entre dos modos de ejercer la disciplina: uno, heredero de los gestos autoritarios del pasado, y otro, nacido de la necesidad de pensar lo humano desde la vulnerabilidad y la interdependencia. Allí radica el desafío: que el reconocimiento de estas mujeres no se convierta en la excepción que confirma la regla, sino en la señal de un giro profundo en la cultura arquitectónica.
De Gray a Hadid, de Sejima a Gang, se dibuja así un arco de casi un siglo en el que la arquitectura hecha por mujeres no solo lucha por un lugar, sino que redefine los términos mismos de lo arquitectónico. Lo íntimo, lo fluido, lo sostenible, lo colaborativo: todas palabras que hoy resultan imprescindibles, pero que hace cien años eran vistas como menores frente al gesto monumental. Que hoy formen parte del vocabulario común de la disciplina es resultado de un esfuerzo persistente, muchas veces silencioso, de generaciones que tuvieron que abrirse paso en la sombra.
La historia del diseño E-1027 (tratada y descripta detalladamente en nuestra entrega anterior), con sus heridas y su resistencia, nos recuerda que cada obra lleva inscrita una política del cuerpo y del género. La de Gray fue una política de la delicadeza, de la intimidad, de la escala humana. Y es justamente ese lenguaje el que resuena en la arquitectura contemporánea de las mujeres que han tomado su posta. Tal vez por eso, más que un vestigio del pasado, Eileen Gray es una semilla todavía germinando en nuestro presente. La lucha de estas arquitectas, en última instancia, no es solo por ocupar un espacio dentro de la disciplina, sino por demostrar que la arquitectura puede ser un acto de cuidado en un mundo que, demasiadas veces, se diseñó como un escenario de poder. Ese es el horizonte todavía pendiente: que la igualdad no sea un gesto de concesión, sino el suelo fértil desde el cual imaginar nuevas formas de habitar.
El Premio Pritzker de arquitectura es un reconocimiento concedido anualmente y patrocinado por la fundación estadounidense Hyatt. Es el premio de mayor prestigio internacional y el principal galardón concedido para honrar a un arquitecto en el mundo, referido comúnmente como el "Nobel de Arquitectura". Creado en 1979 por Jay A. Pritzker, de Chicago, e impulsado por su familia, se entrega anualmente a un arquitecto en vida de cualquier país, que haya mostrado a través de sus proyectos y obras construidas las diferentes facetas de su talento como arquitecto, contribuyendo con ellas al enriquecimiento de la humanidad.
Una de las cualidades que constituye el requisito principal para obtenerlo es la demostración de un alto nivel de creatividad en el diseño de las obras que, además, deben ser funcionales y de buena calidad en la construcción. El primer arquitecto latinoamericano en ganarlo fue el mexicano Luis Barragán, que lo logró en 1980, mientras que en 1988 fue galardonado el célebre y centenario brasileño Oscar Niemeyer (1907-2012), quien dentro de sus principales logros arquitectónicos amerita la proyección y construcción -entre los años 1956 y 1960- de Brasilia como la nueva ciudad capital de Brasil.
Después de los reconocimientos a Zaha Hadid y Kazuyo Sejima, el Premio Pritzker solo recayó en otras cuatro mujeres: en 2017 lo obtuvo Carme Pigem (junto a Rafael Aranda y Ramón Villalta); en 2020, Yvonne Farrell y Shelley McNamara (de Grafton Architects); en 2021, Anne Lacaton. En 2013 se inició una petición de firmas en internet promovida por estudiantes graduadas de la Universidad de Harvard en la que se solicita la concesión del Pritzker de manera retroactiva para Denise Scott Brown, coautora de los trabajos por los que en 1991 se premió en solitario al arquitecto Robert Venturi, su esposo, a pesar de que desde hacía veintiséis años firmaban conjuntamente sus obras. Igualmente en 1986 se premió a Gottfried Böhm y no a su socia y esposa Elisabeth Haggenmüller, mientras que en 2012 a Wang Shu y no a Lu Wenyu, socia de Amateur Architecture Studio.
(1) Fuentes consultadas: Mitra Kanaani, Dak Kopec y Silvio Cassará entre otras.
(*) La primera parte de este trabajo fue publicada en la edición de El Litoral del 19 de septiembre de 2025.




