“Cuidar no es solo evitar el dolor, sino también habilitar el gozo de estar vivos. La medicina sin humanismo no merece llamarse ciencia”. René Favaloro
Para el autor, "toda arquitectura que no abrace el cuerpo y el alma del otro, será siempre un muro sin puerta".

“Cuidar no es solo evitar el dolor, sino también habilitar el gozo de estar vivos. La medicina sin humanismo no merece llamarse ciencia”. René Favaloro
Toda arquitectura nace, en el fondo, de un impulso de cuidado. Cuidar del otro, del grupo, del cuerpo expuesto al viento, del alma cansada de errar. Antes de ser piedra, la arquitectura fue sombra, cueva, abrigo. Y en esa matriz primitiva aún late -cuando no se ha olvidado- el deseo profundo de ofrecer hospitalidad.
De allí que los espacios de salud, lejos de ser solo infraestructura clínica, debieran recordarnos la raíz más noble del oficio: proteger la vida. Pero ocurre que muchas veces, en nombre de la eficiencia, la técnica o la administración, se olvidan las preguntas esenciales. ¿Qué es sanar? ¿Qué es habitar un cuerpo frágil en un espacio extraño?
¿Qué significa acompañar el dolor del otro sin disolver su dignidad? Estas preguntas no son solo médicas, ni sólo filosóficas. Son también arquitectónicas. Vivimos en un mundo donde el cuidado se terceriza, se protocoliza, se reduce a normas y manuales.
Sin embargo, cuidar, como amaba decir René Favaloro, es un gesto profundamente humano, que requiere presencia, humildad, y una ética que va más allá de la obligación profesional. Cuidar es estar. Y la arquitectura, si quiere ser parte de ese arte mayor, debe reaprender a estar.
El cuidado como ética primera. La filósofa Joan Tronto definió el cuidado como “una actividad genérica que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro mundo”. No se refiere solo al mundo material, sino también a nuestros cuerpos, vínculos, instituciones, territorios. Cuidar no es un gesto de debilidad, sino de responsabilidad.
En su célebre ética del cuidado, desarrollada junto a Carol Gilligan, se opone a la moral abstracta del deber kantiano. Aquí no hay reglas universales: hay rostros concretos, contextos particulares, historias singulares que reclaman atención.
En la arquitectura hospitalaria moderna, muchas veces se ha olvidado este enfoque. Se ha diseñado desde la distancia, desde el protocolo, desde la frialdad del plano. Ivan Illich, en Némesis médica, denunciaba con crudeza cómo el sistema médico se volvió una industria de patologías, y cómo sus espacios, en lugar de cuidar, a menudo perpetuaban una lógica de despersonalización y exclusión.
“La institucionalización del cuidado destruye la capacidad de las personas para cuidarse mutuamente”, afirmaba. Y lo mismo podríamos decir de cierta arquitectura, que al tecnificarse, perdió el alma. Pero frente a este panorama, existen voces que nos devuelven la esperanza.
Una de ellas, profundamente argentina y profundamente ética, fue la de René Favaloro. Médico del pueblo, pero también pensador del cuidado, nunca separó el acto técnico del vínculo humano. Para él, no había cirugía sin compasión, ni medicina sin docencia, ni ciencia sin conciencia.
En su carta final, desgarradora y lúcida, denunciaba la indiferencia de un sistema que había olvidado su razón de ser: la vida humana. No es menor que una figura como él haya defendido, una y otra vez, la necesidad de un sistema público de salud accesible, justo, humano. Pero sobre todo, defendió el valor de mirar al paciente como un semejante, no como un caso.
Ese mismo espíritu -el de la ética del rostro del otro- está presente en el pensamiento de Emmanuel Levinas. Para este filósofo judío, todo acto ético nace del encuentro con el rostro vulnerable del otro. “El rostro del otro me obliga”, decía. No se trata de simpatía ni de caridad. Se trata de reconocer la radical responsabilidad que implica la existencia compartida.
En un hospital, esa responsabilidad se vuelve tangible. En una sala de espera, en un pasillo silencioso, en un cuarto donde alguien apenas respira, el otro nos interpela en su más pura fragilidad. Y allí, la arquitectura no puede ser un decorado indiferente: debe responder.
Responder no significa adornar. Significa configurar el espacio de modo tal que la dignidad, la intimidad y el cuidado sean posibles. Una ventana que mira al jardín, una luz cálida en el pasillo, un banco que no sea castigo. La ética del cuidado se manifiesta en lo mínimo.
Como decía Simone Weil, “la atención pura es la forma más rara y generosa del amor”. Tal vez la arquitectura que cuida sea, justamente, la que sabe atender.
Una experiencia desde el taller. Desde hace años, como profesor universitario en talleres de arquitectura, he tenido - más bien, hemos tenido - la oportunidad de transitar con nuestros estudiantes el complejo y conmovedor desafío de proyectar espacios para la salud. No es una experiencia sencilla.
A diferencia de otros programas, los hospitales, centros de salud y clínicas imponen exigencias funcionales de gran precisión, protocolos técnicos rigurosos, flujos diferenciados, dispositivos complejos. Pero también, y sobre todo, implican una responsabilidad ética mayúscula: pensar espacios donde se pone en juego, literalmente, la vida de las personas.
Proyectar un hospital no es lo mismo que proyectar una vivienda o una escuela. Aquí, lo que está en juego no es solo el confort o la eficiencia, sino la posibilidad misma de ser cuidados con dignidad. Y enseñar a proyectar ese tipo de arquitectura -en las aulas y talleres de nuestras universidades- no puede limitarse a transmitir un cúmulo de normas.
Se trata, más bien, de guiar una forma de sensibilidad. A menudo les pido a los estudiantes que se imaginen a sí mismos no como diseñadores abstractos, sino como cuidadores del espacio. Les propongo que piensen cómo se siente alguien que ingresa a un hospital con miedo, con incertidumbre, con dolor.
¿Qué ve primero? ¿Cómo se orienta? ¿Dónde descansa? ¿Cómo es mirado? ¿Hay luz? ¿Hay silencio o ruido? ¿Hay humanidad en el trazo?
Cuando un estudiante logra ver que detrás de cada sala hay una historia; detrás de cada pasillo, una espera; detrás de cada habitación, una fragilidad, entonces comienza a proyectar de otro modo. No como quien acomoda funciones en un tablero, sino como quien traza una caricia en la materia. Ahí aparece lo mejor de nuestro oficio: cuando el plano no es solo técnica, sino también ternura.
No hay satisfacción mayor que ver a un estudiante emocionarse al descubrir que la arquitectura puede ser un acto de consuelo. Que un patio puede ser un alivio, que una ventana puede ser un puente con el mundo, que una curva puede contener un abrazo simbólico.
En esos momentos -raros pero esenciales- uno confirma que enseñar arquitectura para la salud no es solo una práctica compleja, sino también un gesto de profunda gratitud. Porque en esa enseñanza también nosotros sanamos un poco: de la indiferencia, de la velocidad, del olvido.




