Hoy se cumplen cinco años de la muerte del Dr. Jorge Taverna Irigoyen, para mí, simple y entrañablemente, Jorge. Siempre lo recuerdo, aunque en sus últimos años nos vimos poco, a veces en los aeropuertos de Santa Fe y Buenos Aires, cuando ambos cumplíamos funciones en instituciones nacionales.
Jorge presidió, en varios períodos, la Academia Nacional de Bellas Artes, pero al margen de su faceta académica y su bien ganado prestigio, Jorge, médico a la antigua, siempre a disposición, curaba con sus conocimientos profesionales, pero también con su palabra de humanista preocupado por el otro.
Era gentil y sensible, aunque también enojadizo, estudioso y fuente de ideas e iniciativas útiles para mejorar los ámbitos de los que participaba. En la medicina, en el arte -que estaba en su naturaleza- y en la ciudad de Santa Fe, a la que amaba más allá de los disgustos que suele provocar a los hacedores.
Jorge desarrolló sus críticas de arte en las columnas de El Litoral, y las sostuvo durante largos años, aun cuando su figura había trascendido a los primeros planos de la consideración nacional, con ecos internacionales.
Pero no eran los títulos un motivo de preocupación o exaltación personal, sino la posibilidad de hacer, de transformar en obra lo que gestaba su incansable cerebro. Los halagos lo complacían, pero no lo confundían. El sentido de su vida estaba dado por las búsquedas y el aprendizaje continuo, incluidas las crisis personales que su sensibilidad solía precipitar.
Aprender y compartir, en el ámbito académico, a través de las palabras y los libros; en el consultorio, o en una charla de amigos, eran expresiones de su forma de ser. Su huella es imborrable en muchas instituciones de Santa Fe, donde sus colaboraciones y consejos se recuerdan con afecto y se extrañan por su capacidad de abrir mentes y mejorar proyectos.
Lo extraña su familia, los dos hijos que, en sus respectivas profesiones, mantienen vivo el valor de su ejemplo, al igual que sus amigos y los integrantes de las instituciones a las que perteneció. Lo extraña la ciudad, aunque no lo sepa con claridad, porque la desaparición de una persona tan significativa es una pérdida para el conjunto.
Cinco años de ausencia que, en el momento de la evocación y en la perspectiva del tiempo aumentan la dimensión de la pérdida.