Martes 13.12.2022
/Última actualización 23:53
Creo que siempre me gustaron los pájaros. Cuando era niña los observaba dentro de las jaulas que mi bisabuelo tenía en el patio de su casa. A principios del siglo XX había sido una finca enorme de la familia Sánchez, cerca del Distrito Militar. Era una de esas construcciones tradicionales de adobe donde había una habitación pegada a otra. En la parte posterior un aljibe recolectaba la lluvia profusa del clima litoral. Era el espacio destinado a la cría de animales, sobre todo vacas, caballos y gallinas. En el frente se destacaba un jardín de calas y otras flores, que se comercializaban entre los vecinos para embellecer ocasiones muy especiales como la pena de un entierro o el regocijo de un casamiento.
Allí nació mi bisabuela, la menor de las hijas mujeres, y heredó la propiedad que se dividió y se fue modificando. En mi infancia, era un lugar de encuentro, sobre todo los domingos. Nos acomodábamos en una mesa larga en el ancho pasillo exterior poblado de helechos y hortensias que disimulaban los revoques descascarados y las baldosas gastadas. Siempre había un perro jugueteando entre las piernas, un conejo y alguna tortuga que desaparecía misteriosamente y cuyo caparazón luego encontraba en alguna repisa con el cuerpo tejido al crochet. Se rumoreaba que al viejito le agradaban, sobre todo en la sopa… Lo cierto es que las aves gozaban de un cuidado esmerado y quizás por eso no había ningún felino.
Recuerdo a un cardenal y a un canario revoloteando detrás del enrejado colgado de la antigua pared, los pequeños recipientes con alpiste y agua, la diminuta hamaca donde se dejaban admirar. A pesar de que eran hermosos, me daba un poco de lástima verlos encerrados y a veces me venían las ansias de abrirles la puerta y que escaparan de su monotonía de afecto y alambre. Pero nunca me animé. No deseaba ver la amargura en el semblante del hombre más bueno que he conocido. Trabajaba la madera y quizás su apego a los árboles gestaba esa añoranza de nidos. Tenía los ojos celestes, lindos y santos, matizados de una dulce tristeza.
Cuando pienso en él, no puedo evitar preguntarme, cuales habrán sido los sueños que albergaba en secreto, cual era ese enigma que poblaba sus silencios. Con longevo sigilo me transmitió su sencilla devoción y desde esa época, hay una fascinación indescifrable que me remite a la pluma, a la complejidad de esas hebras de color que se unen en una nervadura dura, pero flexible que no solo aportan tibieza y protección sino también son la esencia misma del viaje y el equilibrio, el arte desplegado por las alas buscando los caminos del aire.
La comarca donde vivo es también morada carpinteros, pitios, yoicas, cauquenes, bandurrias y algunas otras especies que no puedo identificar aun. En medio de la alegría de las mañanas veraniegas, Isuzu, mi gato dorado y travieso, intenta cazar mariposas o me trae entre los dientes un pichón de regalo, que acaricio y luego suelto en libertad. Me deleita escucharlos saltar entre las ramas de los arbustos y sus trinos hilando la magia del viento y la acrobacia. Una secuencia de silbos y armonías me sigue al andar y en ocasiones su itinerario alcanza a rozar mi hombro. Intuyo que saben quien soy y lo que estoy sintiendo y me amparan con su frágil aleteo y querencia a los soplos y capullos. Hay cadencias en el bosque: balanceos de hojas y percusiones de picos contra los troncos gigantes, compases naturales que despiertan el porvenir.
Aprecio la música y sin embargo no alcanzo a interpretarla. Soy muy desafinada y jamás puedo encontrar el tono correcto, que esquiva mis cuerdas vocales, tropieza con los movimientos respiratorios y derrapa por mi voz con giros desorientados. Tal vez por eso escribo. Uso palabras que surgen como agüita que desborda de la piedra, o atraviesa el tiempo como un rayo de sol. Mis manos transpiran deseos y albergan un destino de versos y de semillas que anhelan germinar. En todo lo que hago crece mi amor, a ritmo lento y continuo. Y la manera de expresarlo es a través de lo poético, sin el soporte sonoro de lo instrumental pero con todo el caudal de las emociones para llegar a lo recóndito del ser.
La poesía es mi humilde manera de cantar… para vos, que me acompañas con cariño, y me aguantas cada día y para vos, que intentas descubrir que hay más allá de las letras. Canto cuando estás conmigo y también cuando no estas para que vuelvas, para que no olvides, que te estoy esperando. Y canto para vos que sufrís por la pasión que se fuga, y para quien siente la enfermedad en la carne y la vida que se escurre en un suspiro; para el que imagina universos paralelos, para el que se evade del mundo en ese segundo en que sus ojos atraviesan una historia, para el que se anima un poco más y siempre intenta.
Sospecho que hay latifundios de esperanzas y vuelos locos en mi alma y entonces "que más hacer en esta tierra deshabitada, sino cantar…".