Crónicas santafesinas

I

Cuando murió Beto Pecorari escribí en este diario: “Un pedacito de la historia de Santa Fe de las ultimas décadas se ha ido. Lo vamos a extrañar”. Siempre es un riesgo escribir “sobre caliente”. El riesgo de escribir dominado por la cercanía del acontecimiento, el riesgo del sentimentalismo que es lo mismo que decir: el fracaso del sentimiento. Sin embargo, a muchos años de esa ausencia, seguiría escribiendo palabras parecidas. La calle San Martín sin la presencia de Beto es probable que siga siendo la misma, pero admitamos que para el viejo santafesino un cambio hubo. Esa esquina de la peatonal y Tucumán, era del Peco, como le decían algunos. Y él además se encargaba de ejercer plenamente esa propiedad simbólica.

II

Sería exagerar si dijera que con Peco fuimos íntimos amigos, pero aseguro que durante años conversamos muchas veces: de política, de fútbol, de cosas que pasaban en la ciudad. Era amable, extrovertido y para todos tenía la palabra justa. “Un demagogo simpático”, me dijo un amigo que ya se fue. Un tema compartíamos con él sin límites: el tango. Más de una vez lo invité a programas de radio y de televisión para hablar de lo que nos gustaba. Recuerdo una noche que llegó con discos de los tiempos de María Castaña y una victrola más vieja aún. Y armó el escenario delante de las cámaras con pasión de devoto. De devoto del tango, se entiende. Alguna vez, compartimos una conferencia sobre tango y Carlos Gardel en una de las salas del Teatro Municipal. Creo que fue en 1986. Debe haber sido a mediado de año porque hacía frío y porque Gardel murió un 24 de junio. Me acuerdo que en algún momento a mí se me ocurrió decir que el rock nacional tenía algunos vasos comunicantes con el tango. Y mencioné algunos autores y cantantes que hablaban de Gardel. Creo que algo dije de “Mañana en el Abasto” de Sumo. No sé por que lo dije. Para qué. No voy a decir que el Peco se puso furioso, pero formal y correcto como era, no se privó de decirme de la mejor manera pero sin eludir su opinión: “Lo que dijiste es grave y te la dejo pasar porque sos vos... pero no me mezclés a Discépolo o a Manzi, a Gardel o al Polaco Goyeneche, con estos melenudos”. No importa discernir quién tenía razón. Estoy contando algo que ocurrió hace más de treinta años y si bien yo ratifico lo que dije, Peco tenía motivos tangueros y, sobre todo pergaminos, para decir lo que dijo.

III

Fue el canillita de Santa Fe. Por lo menos para mí lo fue. Toda biografía del Peco sería incompleta sin mencionar su simpatía -soy suave con el término- por Colón. Y soy suave, porque la pasión del Peco por Colón iba mucho más allá de la palabra “simpatizante”. En la otra esquina de su kiosco, estaba su hermano. Canillita y tanguero. Allí concluían las coincidencias. Porque el Peco era de Colón y su hermano de Unión. Y el Peco era radical y su hermano peronista. Un detalle merece mencionarse: para los dos el fútbol era mucho, pero mucho más importante que la política. Siempre tengo presente cuando una tarde le pregunté al Peco como hacían para convivir con esas diferencias. Me contestó que en las reuniones familiares abundaban los chistes sobre la cuestión política. “Él es peronista y yo soy radical, pero no hay problemas. Yo lo cargo y él me carga y todo bien. Cada uno es dueño de pensar como mejor le parezca”. ¿Y con Colón y Unión?, le pregunto. “Ahí no hay arreglo -me dijo- ahí no hay lugar para chistes o bromas porque todo termina para la mierda. Así que lo que hemos decidido por respeto a la familia, es no tocar el tema cuando estamos reunidos”. Como les dije: el fútbol era más importante que la política. La anécdota se conecta con lo que alguna vez me dijera Jorge Obeid: “Dos veces fui gobernador de esta provincia. Y una vez intendente de la ciudad. En todos los casos, por el peronismo. Y te aseguro que en Santa Fe nunca nadie en la calle me gritó ‘Peronista de mierda’, pero más de una vez me gritaron y muy enojados: ‘Tate de mierda’, de lo que se deduce que en el alma popular de esta ciudad, el fútbol importa más que la política”.

IV

No sé si los dueños de los kioscos de nuestras esquinas santafesinas son exactamente los “canillitas” que imaginó Florencio Sánchez a principios del siglo veinte, pero convengamos que por un motivo o por otro, el canillita para nosotros es el señor que desde hace años tiene su “parada” en algunas de las esquinas de la ciudad. La irrupción del diario digital puede que haya debilitado un tanto su presencia, pero los muchachos se las ingenian para resistir. Un amigo que fue canillita, alguna vez diputado y peronista tiempo completo, fue el Negro Luna. Fuimos amigos a nuestra manera. Porque nunca dejamos de discutir. Y a veces no fuimos demasiados amables en el debate. Pero más allá de las diferencias insalvables, la amistad fue más fuerte. No subestimo las diferencias políticas, pero no creo faltar a la verdad si digo que muchas veces esas diferencias nos permitían divertirnos. El Negro Luna. Negro, robusto, fiero pero simpático, como le decían. Inteligente. Buen tipo. Derecho y frontal. Y pícaro. Me acuerdo de él y del Chono Aguirre. Los dos peronistas y peronistas veneno. Y lo que recuerdo es que en los años sesenta y setenta cada vez que los peronistas universitarios nos querían demostrar que ellos tenían militantes de barrio que no eran nenitos bien o intelectuales de izquierda, llevaban a la facultad al Negro Luna o al Chono Aguirre, quienes efectivamente reunían todas las condiciones del militante barrial peronista, con el agregado de una formación intelectual que no se ajustaba exactamente a esa imagen mítica del “negro peronista de barrio” cuya sabiduría provendría de una suerte de intuición popular ajena a los libros. Mentira. El Negro y el Chono leían y mucho. La diferencia que yo tenía con ellos no provenía del color de la piel (yo también soy “negro”) o del nacimiento en un barrio más pobre o más rico, la diferencia provenía de lecturas diferentes. Aunque parezca una ironía, la nuestra era una diferencia intelectual, no de clase. Ni el Negro ni el Chono están con nosotros. Yo los extraño. Y extraño todas y cada una de las peleas que tuvimos en nuestros años no sé si felices, pero nuestros.

V

A la hora de hablar de canillita en tiempo presente, pienso por ejemplo en la esquina de bulevar y 25 de Mayo. Y pienso en el amigo Rulo a quien, como se suele decir en estos casos, aprovecho la oportunidad para mandarle un abrazo desde Granada, España, en donde vivo recluido en un Colegio Mayor. Maula venganza la del tiempo, me digo, porque no de otra manera merece calificarse que, justamente yo, que siempre estuve animoso y decidido en la vereda de enfrente del Ateneo Universitario y los Colegios Mayores de la curia, esté ahora atravesando la cuarentena en un Colegio Mayor donde, a decir verdad, estoy muy bien atendido, aunque las amabilidades incluyan las estruendosas campanadas de las iglesias todos los mediodías y atardeceres. Pero volvamos a Santa Fe y a los canillitas. Rulo está en su esquina desde siempre. Yo entré a El Litoral de la mano del Sapo Caputto y Rulo estaba allí. Fui, volví, salí, entré, y Rulo seguía donde siempre. Me jubilé y Rulo sigue. Sospecho que es inmortal.