En Idrisi, las mujeres peinaban sus cabellos con Isa y Noa. Isa era una pequeña rueda dentada, soldada en forma perpendicular a una varilla de acero. Parecía una pieza extraída de un antiguo reloj a cuerda, aunque en Idrisi no existían los relojes a cuerda. Noa era un trozo de goma blanca, también circular, que se ensartaba en el extremo de otra varilla de acero, similar a la de Isa.
Nunca había visto cómo hacían las mujeres para tratar sus largos cabellos, naturalmente lacios, para dejarlos con brillo y rizados. Pero sabía con certeza que en cada casa de Idrisi, sin ostentación y con delicada elegancia, un vaso de cerámica exhibía a Isa y Noa, como signo visible de que la belleza del cabello de las mujeres de la casa era un bien cuidado y necesario.
Estaba cavilando sobre Isa, Noa y la belleza de las mujeres de Idrisi, sentado sobre una poltrona, en una de las galerías que permitían reposar en la cercanía del mar, cuando un gato blanco vino a restregarse contra mis pantalones de lino. Parecía conocerme desde siempre porque su gesto, confiado y sereno, tal vez repetido, acortaba distancias y hacía familiar ese momento.
Me traía recuerdos de las noches de vigilia, frente a las llamas de los leños encendidos, en el hogar de mi casa lejana. El gato giró la cabeza y descubrí en sus ojos la mirada de Taquino, mi propio gato, a quien creía perdido desde hacía muchos años. Bajé la mano hasta rozarle la cabeza. El gato, complacido, se echó a mi lado y dirigió la vista hacia el mar.
El rumor de las olas, que llegaban mansas a dejar su espuma sobre la playa, se hacía letanía. Entonces comprendí. Todo lo que tiene nombre, existe. En Idrisi, podía nombrar a Isa y Noa, a la rosa y el vino añejo; al desierto, la llanura y la selva; al monte y el templo; al castillo y sus murallas…
Tenía el poder de la palabra. Deslumbrado, dije Amor y dije Nostalgia. Miré a Taquino y, conmovido, dije Regreso.
Cuando un tiempo después releí lo que había escrito en la bitácora de mi viaje a Idrisi, me pregunté por qué había usado mayúsculas para los nombres de Isa y Noa. Mis saberes me señalaban el error. Solo los nombres propios merecían tal distinción.
Me pregunté entonces, por qué, si el nombre María era un nombre tan común en mi tierra, lo distinguiría con el uso de la mayúscula y se lo negaría a Isa y Noa, dos objetos tan particulares y propios de Idrisi, que no existían en ningún otro lugar del mundo conocido.