"Toda espera guarda, en secreto, una luz que se abre"
"Toda espera guarda, en secreto, una luz que se abre"
El piso es de granito claro, liso, endurecido por años de tránsito. Brilla sin brillo, como si hubiera aprendido a devolver la luz con un pudor cansado. Al tocarlo con la planta del pie, aun calzado, devuelve un frío que sube lentamente hasta la rodilla. El zócalo se curva, dócil y preciso, como un vestido de bailarina que roza el suelo sin llegar nunca a desplegarse. Esa curva -aparentemente suave - esconde la geometría rigurosa de la asepsia: aquí no hay rincón donde se quede el polvo, no hay pliegue que permita descansar.
El cielorraso es tan blanco que encandila. Una claridad que, más que iluminar, enceguece. Y sin embargo yo sigo en penumbras: la luz está arriba, en otra altura, y aquí abajo todo se siente suspendido en un crepúsculo artificial. La penumbra no es falta de luz, es exceso de espera: un velo que apaga incluso el fulgor de los tubos fluorescentes. El banco metálico en el que estoy sentado es tan frío como el piso, como el techo, como el lugar mismo que me contiene.
Un frío que no viene del aire acondicionado, sino de la materia misma: acero que no cede, superficie que no busca abrazar. Ese frío se me pega al cuerpo, se confunde con mi piel, y me recuerda en cada segundo que estoy vivo por contraste, porque tiemblo. No estoy solo. Me rodean personas que respiran, que suspiran, que de vez en cuando se mueven en un intento mínimo de escapar de la rigidez. Sus cuerpos están ahí, cerca, demasiado cerca. Y, sin embargo, la soledad me envuelve como una sábana mojada.
Estoy acompañado y estoy más solo que nunca. Solo en mi espera. En mi espera eterna. Una espera que aquí tiene su propia textura. Es densa en la garganta, áspera como polvo fino. Pesa en el pecho, obliga a un esfuerzo consciente: respiro, y ese respiro no es solo aire, es también creencia, es también fe mínima en que la respiración sostendrá el instante. Porque de eso se trata: de sostener. El silencio manda.
No es un silencio vacío, es un silencio con capas. El silencio de los que callan al lado, el silencio de los pasos que se apagan en el corredor, el silencio de los relojes que insisten en marcar un tiempo que, aquí dentro, no avanza. Silencio sobre silencio, hasta volverse un muro invisible. Y entonces ocurre. Una puerta se abre. No es un ruido, algo se quebró. Una rendija primero, un destello después. Y en esa grieta aparece la luz. No la luz blanca del quirófano, sino la luz que esperaba, la que devuelve sentido a mi respiración.
En ese instante, el peso que me aplastaba se disuelve. El aire regresa a mi pecho con suavidad, la angustia se retira como un animal cansado. Mi rostro se dibuja con una sonrisa que no he buscado: aparece sola, como si hubiera estado escondida todo este tiempo. Y mi corazón, que latía descompasado, recupera su ritmo: late de nuevo, late ancho, late humano.




