Una reunión de Montoneros en 1972. Llama la atención que una organización que movilizó cientos de miles de personas y estaba integrada en más de un caso por dirigentes experimentados, no haya mantenido relaciones mas sólidas con la realidad. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz El 5 de octubre de 1975, Montoneros asaltó el “Regimiento de Infantería de Monte 29” ubicado en la ciudad de Formosa. El operativo fue bautizado con el nombre de “Primicia”, porque se trataba de la primera acción que esta organización guerrillera perpetraba contra las fuerzas armadas. Hasta la fecha, esas “hazañas” las cometía el PRT- ERP, porque Montoneros se dedicaba a asesinar dirigentes sindicales acusados de ser enemigos del pueblo, políticos “burgueses” como Mor Roig y policías como el comisario Villar. A diferencia del ERP, para esta organización peronista, las fuerzas armadas podían llegar a ser un aliado estratégico a la hora de la toma del poder. Un aliado estratégico siempre y cuando asumieran su conducción los supuestos militares nacionalistas. ¿Cómo en 1943? Como en 1943. Sin embargo, aquel domingo de octubre de 1975 rompieron con esos escrúpulos teóricos y de hecho pasaron a asumir las mismas posiciones sustentadas por el ERP, es decir, considerar que la liberación nacional y social o la lucha por el socialismo, se lograba enfrentando a las fuerzas armadas, consideradas el último baluarte de la dominación burguesa. Para esa fecha Montoneros se había autoilegalizado y le había declarado la guerra al gobierno de “la Martínez”. Isabel era presidente desde julio de 1974, es decir desde la muerte de Perón. El líder había dicho en un acto público a modo de despedida, que su único heredero era el pueblo, pero en términos prácticos su efectiva heredera fue su esposa. El gobierno de Isabel fue deplorable. El respaldo político de la esposa del general era la derecha peronista y las Tres A lideradas por López Rega y consentidas por Perón. A la fenomenal crisis de gobernabilidad social y política de ese tiempo, Isabel le sumaba su incompetencia, aunque muy bien podría decirse a su favor que la crisis desatada para esa fecha estaba en condiciones de devorarse al estadista más pintado. Cuando Montoneros asalta el cuartel de Formosa, la señora Isabel estaba descansando en la localidad cordobesa de Ascochinga. Esa licencia se justificó por razones de salud. Según se dijo, la señora necesitaba un tratamiento, aunque más de un observador consideró que se trataba de una maniobra para obligarla a renunciar, habida cuenta de que la situación en octubre de 1975 era inmanejable. La presidencia de la Nación en consecuencia había quedado a cargo del titular del senado, el peronista Ítalo Luder. En esas semanas circuló con insistencia el rumor de que había llegado el momento de obligarla a Isabel a renunciar y que Luder asumiera los reales atributos del poder. Según se dijo, Luder se negó a quedar ante la historia como un traidor a la esposa de Perón. ¿Habría sido una solución? ¿Luder, habría controlado la situación económica y pacificado los ánimos? ¿Habría parado al golpe de Estado ya en ciernes? Lo dudo. Para salir de la crisis hacía falta un mago o un estadista excepcional y Luder no era ninguna de las dos cosas. Especulaciones al margen, para la historia nunca es aconsejable responder por aquello que no ocurrió. Retornemos a Montoneros. Para el universo mítico de sus militantes, era importante insistir en que Isabel no era Perón y que el verdadero peronismo estaba con ellos. Según esta composición de lugar, el proceso abierto en 1973 estaba cerrado, los gorilas habían copado al gobierno popular y la única alternativa que quedaba era la guerra contra el ejército imperialista. En realidad, los muchachos no estaban inventando nada nuevo. Cuando en 1973 levantaron la consigna “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, la justificaban diciendo que con Cámpora se libraba una lucha en el interior del sistema institucional burgués, pero la estrategia “Perón al poder”, sólo podía realizarse a través de la guerra revolucionaria. Montoneros nunca renunció a ese objetivo, es decir, tomar el poder con las armas. Las elecciones, los cargos legislativos o ejecutivos que ocuparon, fueron movimientos tácticos orientados a fortalecer la estrategia final. En el camino, rompieron relaciones con los sindicatos, el Partido Justicialista y, finalmente, el propio Perón, quien los expulsó de la plaza aquel célebre 1º de mayo de 1974. Muerto Perón y con Isabel en el gobierno, Montoneros se lanzó a quemar etapas. No deja de llamar la atención a los historiadores que una organización que movilizó cientos de miles de personas y estaba integrada en más de un caso por dirigentes experimentados, no haya mantenido relaciones mas sólidas con la realidad y, por el contrario, se haya precipitado al foquismo en sus variantes más alucinadas. Se sabe que algunas de estas decisiones disparatadas fueron objetadas internamente, aunque también se sabe que en estas organizaciones verticales y militarizadas no hay mucho margen para la democracia interna, por lo que, las pocas voces que se levantaron para advertir sobre los errores, fueron silenciadas por las buenas o por las malas. ¿Qué pensaba Montoneros del gobierno de Isabel? Una excrecencia, una molestia que hay que tratar de eliminar lo más rápido posible. Para octubre de 1975, las paredes de los edificios de las grandes ciudades estaban pintadas con la leyenda “que se vaya la Martínez”. Las consideraciones teóricas eran de una simplificación estremecedora. Sus militantes de base lo expresaban de manera brutal y sincera: hay que precipitar el golpe de estado para sincerar las posiciones. Derrocada Isabel -decían- el enemigo quedará en evidencia a los ojos del pueblo; por su parte las organizaciones armadas tenderán a unirse y la guerra popular se iniciará con los mejores auspicios. Este razonamiento no lo leí ni me lo contaron, lo oí en boca de militantes, algunos de ellos muy sinceros y muy valientes, pero también muy enajenados y enceguecidos por el fanatismo y el resentimiento. Los argumentos con que se sostenían estas posiciones eran delirantes desde todo punto de vista. Por lo pronto, partían del supuesto de que las Fuerzas Armadas estaban integradas por una camarilla de cobardes y corruptos incapacitados de dar una batalla militar en serio. El foquismo partía de esa premisa. Al respecto, se creía con fe de iniciado en que un puñado de hombres decididos a jugarse la vida, haría retroceder a los ejércitos mercenarios pagados por el imperialismo. Se creía que la justeza de la causa les otorgaba a los combatientes un plus de energía y coraje que les permitiría derrotar a soldados conchabados y oficiales cobardes, reblandecidos y corruptos. Esta subestimación del enemigo y sobreestimación de la moral de sus propias fuerzas, fue fatal para las guerrillas de la Argentina y de América latina. Esta disposición a militarizar la política, a suponer que agudizando las contradicciones se precipitaría un desenlace revolucionario, produjo los resultados que luego padecimos todos los argentinos. Conclusión: ocurrió lo que ocurrió y estaba previsto. Tanto golpear las puertas del infierno, tanto clamar para que salgan los militares de los cuarteles para que el enemigo quede en evidencia a la luz del día, produjo el terrorismo de Estado con su secuela de muertos y desaparecidos. Sería injusto decir que Montoneros y ERP fueron los únicos responsables de la tragedia nacional, pero también sería injusto liberarlos políticamente de toda responsabilidad, sobre todo -y esto es importante decirlo- porque hubo muchas voces, muchos argumentos que les advirtieron en todos los tonos posibles que marchaban hacia la tragedia y que en el camino se sacrificaban ellos y nos sacrificaban a todos. Los argumentos de que no se debía militarizar la política, que los secuestros o muerte de sindicalistas, militares o empresarios no resolvían nada y agravaban todo, que los llamados ejércitos populares que ellos decían haber construido, no eran más que puñados de militantes decididos a sacrificarse sin ninguna posibilidad cierta de victoria, que la proclamada guerra popular se parecía más a un delirio que a una estrategia política liberadora, eran conocidos e integraban el temario de las grandes asambleas de entonces. El asalto al cuartel de Formosa fue un descomunal error. Para un protagonista de aquellos años como el señor Carlos Kunkel, le resulta cómodo decir que se debe indemnizar a los familiares de los soldados muertos como parte de pago “por la macana que hicimos”. El problema que en política a las macanas hay que preverlas en tiempo presente y no cuarenta años después. Desde la impunidad y la comodidad de su banca de legislador, Kunkel estima que en 1975 se equivocaron, mientras mantiene intacta la subjetividad que lo llevaron a él y a sus compañeros a precipitar un baño de sangre para todos los argentinos. Hoy Kunkel y sus seguidores no asaltan cuarteles ni matan conscriptos, pero asaltan instituciones con las mismas pulsiones y diagnósticos disparatados de hace cuatro décadas. (Continuará)