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Martiniano López

Crónica de un hombre donde el mapa se termina (Parte I)

Aislado en el norte santafesino, nuestro protagonista enfrenta la dureza del campo con valentía, una historia de esfuerzo que no conoce límites ni fronteras.

Crónica de un hombre donde el mapa se termina (Parte I)Crónica de un hombre donde el mapa se termina (Parte I)

Viernes 28.11.2025
 19:08
Rodrigo Agostini
Rodrigo Agostini

"No todos los destinos buscan consuelo; algunos buscan la verdad, aunque duela". Dicen que hay historias que uno no sabe si ocurrieron tal cual como la cuentan, o si alguien las contó con tanta fe que al final la realidad se rindió y decidió parecerse al relato. La de don Martiniano López o de Don Martiniano, a secas, como lo llaman allá, es una de esas historias.

Ocurrió de verdad, me la contaron, la vi de cerca, la olí en el yeso, en el yodo, en el sudor del miedo y en el olor agrio del sanatorio. Y, sin embargo, cada vez que la repaso, tiene algo de fábula áspera, de leyenda campesina sin héroes, de esas que no necesitan moraleja porque la vida ya viene bastante cargada.

Martiniano es, o fue siempre, un trabajador. No de esos que lo repiten como una medalla, sino de los que simplemente lo encarnan. Un hombre de campo por decisión más que por destino, un gaucho contemporáneo; sí, un gaucho al que la vida lo fue enderezando a fuerza de madrugadas heladas y soles que rajan la tierra. Metro ochenta y uno de altura, más o menos.

Manos enormes, anchas, con dedos torcidos y uñas ennegrecidas de grasa vieja y de tierra seca, de tantos alambres manipulados a destiempo. Y una cara. Su cara. Ese mapa cuarteado, un rostro surcado por arrugas hondas que no marcaban la edad sino las batallas.

Uno, cuando lo mira, entiende que no todas las guerras ocurren con fusiles; hay guerras misteriosas contra la intemperie, contra la sed, contra el cansancio, contra la soledad. Cuidaba un campo de unas mil quinientas hectáreas. Mil quinientas. Decirlo es fácil. Hay que imaginarlo: una inmensidad marrón y gris, a ratos verde, a ratos polvo, a ratos barro pegajoso.

Un campo ubicado a unos quince kilómetros del paraje Pozo Borrado, al norte de la provincia de Santa Fe, donde empieza la bota si uno mira el mapa desde la capital. De chico, cuando me hablaban de ese lugar, me parecía que quedaba en otro planeta. Mi abuelo, con la sentencia simple de los viejos sabios, repetía siempre lo mismo:

"Pozo Borrado queda tan lejos que ni el diablo llega hasta allá a hacer maldades. Se cansa en el camino".

Uno se reía, pero en el fondo entendía que lo que estaba diciendo era: "ahí no llega nadie". Ni el diablo, ni la suerte, ni el Estado, ni los santos. Ahí vivía Martiniano. En una casilla mínima, un cuadrado de chapa castigada por el viento, al lado de un molino de hierro que cortaba el cielo. Ninguna de las comodidades que uno, desde la ciudad, considera casi un derecho.

El agua era salada, tan salada que se podía imaginar una salmuera permanente corriendo por las venas de ese lugar. La lluvia escaseaba tanto como las buenas noticias. El pan duro acompañaba los días con una dignidad silenciosa.

Y la casa -si se la puede llamar casa- no estaba sola: ratas que se colaban en la noche, ratones que corrían de un rincón a otro, alacranes escondidos bajo chapas viejas, víboras que se deslizaban como sombras, bichos de todos los tamaños y formas posibles, de esos que tienen nombre y de esos que ni siquiera se nombran porque simplemente "están".

Pozo Borrado y Villa Minetti comparten esa fauna: una colección de alimañas obstinadas, igual de tenaces que los hombres que se empeñan en vivir ahí. Y, sin embargo, él no se quejaba. Ese era su mundo. Lo había elegido. Cuando decía "mi lugar", uno entendía que no se refería a una ubicación en el mapa, sino a algo más profundo, más íntimo, más terco.

Hace unos días -apenas unos días antes de que nuestras historias se cruzaran en una habitación de sanatorio- subió al molino de viento. Subió como siempre, como tantas otras veces, con esa confianza metódica de quien repite un gesto aprendido. El molino, alto, flaco, de hierro oxidado, se recortaba contra un cielo pálido, mientras sus aspas giraban perezosas, buscando un aire que no siempre sopla.

Es una figura extraña el molino visto desde abajo: una especie de cruz de metal que se empeña en sacar agua de la nada. Para Martiniano no era un milagro: era trabajo. Había que arreglarlo. Un tornillo flojo, una chapa que vibraba demasiado, un ruido que presagiaba un problema. Y allá subió.

Una mano, luego la otra. Bota en escalón, bota en hierro, ese ascenso de dos, tres, cuatro metros, hasta que la tierra empieza a verse lejos. Nadie lo vio caer. Tal vez un viento traicionero, tal vez un hierro húmedo, tal vez un resbalón ínfimo, una mínima distracción. Lo cierto es que cayó. Y el cuerpo, cuando cae desde esa altura, no negocia: se rompe.

Se quebró el fémur, la tibia, el peroné, la cadera. Cuando me lo enumeró - mucho después - tuve la sensación de estar escuchando un inventario de piezas rotas de una máquina que uno ya no sabe cómo armar. El resultado fue brutal: un pie totalmente girado, la pierna torcida en un ángulo imposible, el cuerpo clavado contra la tierra como un árbol mal talado.

Me lo imagino boca arriba, el molino recortado sobre su cabeza, el cielo apenas velado por las aspas. Y ahí aparece el primer silencio. El del campo. Ese silencio que no es ausencia de ruido sino una presencia enorme que lo ocupa todo. Nadie. Ningún vecino a cien metros, ningún auto pasando, ninguna sirena. Solo él, el molino, el polvo, y Fatiga.

Fatiga es un perro. Su perro. Perro criollo, mezcla de todo, de mirada buena y patas nerviosas. Cuando Martiniano se cayó, Fatiga debió haber ladrado como un desquiciado, corriendo en círculos, intentando morder el aire, queriendo enderezar a su amigo con la sola fuerza del amor sin gramática. Pero el campo no escucha los ladridos como la ciudad escucha las bocinas.

El campo, a veces, se hace el sordo. Eran las 7:40 de la mañana cuando cayó. Esa hora en la que el sol todavía no quema, pero ya promete hacerlo. El dolor debió haber llegado como una marea que sube de golpe. No hubo ambulancia. No hubo nadie que corriera a levantarlo. No hubo número de emergencia. Hubo, en cambio, una decisión que, vista desde acá, parece imposible: moverse.

Sesenta metros separaban el molino de la casilla. Sesenta. Para cualquiera de nosotros, sanos, serían menos de un minuto de caminata distraída. Para él fueron una peregrinación brutal. Se arrastró. No hay manera limpia de contar esto. No se levantó heroicamente. No caminó con la dignidad de las películas.

Se arrastró. Arrastró su cuerpo como pudo, clavando los codos en la tierra, empujándose con los hombros, dejando un surco detrás suyo. Cada movimiento, un relámpago de dolor. Cada centímetro, un pacto con el grito. Fatiga iba y venía, le lamía la cara, le ladraba al horizonte, volvía a él, le lamía las manos, como si pudiera anestesiarlo a lamidos.

Sesenta metros entre malezas que rasguñan, espinas que se clavan, piedras que parecen cuchillas. Sesenta metros con el pie torcido, mirando para el lado equivocado, como si el cuerpo se hubiera desorientado para siempre. Sesenta metros de polvo en la boca y de un sol que empezaba a caer a plomo sobre su nuca. Llegó. No sé bien cómo, pero llegó hasta la casilla.

Quedó adentro, o a mitad de camino de la puerta, en ese borde donde la sombra apenas cambia la temperatura, pero ya es algo. Ese fue su refugio y su cárcel. Ahí se desmayó, o se quedó quieto, o simplemente esperó. Pasaron cinco horas. Cinco. Es mucho tiempo para cualquiera; para un hombre quebrado, solo en el campo, son cinco eternidades.

A esa altura, el dolor ya no es solo físico. Aparecen otras cosas: el miedo a no ser encontrado, a quedar ahí hasta que lo hallen los animales, la conciencia brutal de que uno, por mucho que haya trabajado toda la vida, también puede morir así, solo, al pie de un molino arruinado. El tiempo se estira y se vuelve una especie de enemigo invisible.

Hasta que algo se quebró, pero esta vez no en su cuerpo. Un grupo de paisanos que venían a sembrar un campo vecino pasó relativamente cerca. Vieron algo raro. Primero, que no lo habían visto a él. Martiniano era de esos hombres que, cuando sienten un motor a lo lejos, salen a mirar.

Es una mezcla de costumbre, curiosidad y control del territorio. Que no apareciera ya era un signo. Segundo, escucharon a Fatiga. Porque hay ladridos y ladridos. Hay ladridos de juego, de aviso, de rutina. Y hay ladridos de urgencia, de desesperación. El perro no paraba. Les ladraba a ellos, le ladraba al molino, le ladraba al mundo. Insistía.

Lo siguieron. Los perros, a veces, son mejores guías que los mapas. Fatiga los llevó hasta la casilla. Y allí estaba Martiniano. Tirado, pálido, partido en cuatro, con los ojos hinchados de dolor y una especie de rabia tranquila en la mirada: esa ira contra el destino que no se grita, pero arde. Lo levantaron como pudieron, con cuidado rústico, con manos torpes pero buenas.

Lo subieron a una camioneta. De ahí al hospital de Las Toscas. En Las Toscas hicieron lo que pudieron, pero era evidente que no alcanzaba. De Las Toscas a Rafaela. De Rafaela, más tarde, a Santa Fe. Cada traslado, una nueva intemperie. Camilla, pasillo, techo blanco, olor a lavandina y a desinfectante.

Médicos que miran placas, enfermeras que ponen suero, palabras técnicas que flotan sobre la cabeza de un hombre de campo que entiende poco de anatomía y mucho de dolores. Y así, finalmente, llegó acá. A esta habitación donde escribo, recuerdo y lo miro. Martiniano López, mi compañero de cuarto.

Entre su cama y la mía hay apenas unos metros de linóleo, un par de sillas y una cortina que a veces separa y a veces no. Pero entre nuestras vidas hay un abismo de tierra seca, de distancias, de modos de entender el mundo.

Hasta aquí, podría decir, es la primera parte de su historia: la del cuerpo roto, la del riesgo de morir como si uno fuera apenas un punto perdido en el mapa. Pero lo que vino después fue, en muchos sentidos, aún más impresionante.

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