Soñé que soñaba. En el primer sueño, yo no tenía nombre. Era apenas una silueta danzando entre luces blandas y nieblas tibias, como si el mundo se me ofreciera sin peso. Me movía sin tiempo, sin preguntas. Todo parecía estar bien sin necesidad de razones.
El universo era suave, como una sábana flotando en el viento. A veces reía. A veces cantaba una canción sin letra. A veces simplemente miraba el cielo, que no era azul ni negro, sino un color que no conozco despierto. Había una casa. O quizás un campo. O tal vez era mi alma.
Allí vivía algo que no sabía llamar felicidad, pero que me envolvía como una manta en la infancia. Y entonces, como quien atraviesa un velo sin notarlo, creí despertar dentro del mismo sueño. Estaba sentado en un banco de piedra, frente a un espejo que no reflejaba mi rostro sino mis pensamientos.
Y allí, mientras una brisa invisible pasaba entre mis dedos, comprendía que todo lo vivido había sido un sueño. Me decía a mí mismo, con voz de anciano y de niño a la vez:
- Era solo eso. Una ilusión. Una belleza prestada.
Sentí la melancolía de quien despierta de un paraíso efímero. Una tristeza sin llanto. Una nostalgia sin fecha ni sitio: apenas el eco de algo que no sé si perdí o nunca tuve. Pero entonces, ocurrió algo extraño. Una grieta se abrió en el espejo. No se quebró el vidrio. Se quebró el lenguaje.
Las palabras ya no tenían sentido. Y en ese silencio, abrí los ojos. Los verdaderos.
No había despertado del sueño. Había despertado en él. Y ahí entendí. Lo comprendí como se comprende lo que no puede decirse con palabras. Nunca había estado dormido. Nunca estuve soñando. Yo era el sueño de algo que aún no sabe que sueña.
El eco de un deseo antiguo, encarnado en forma humana, en tierra, en tiempo. La felicidad no era fruto de un sueño, de un recuerdo, una promesa o un espejismo. La felicidad es este instante.
Este respirar, este estar siendo.
Este fluir entre luces y nieblas.
Y todo lo que antes era ilusión, ahora era certeza: la dicha no necesita explicación, simplemente sucede. Sin pedir permiso. Sin nombre... como la vida misma.