El día en que desapareció Susana Beatriz Luna, la hija menor del jefe del puerto de Colastiné, la ciudad de Santa Fe se vio convulsionada. Desde la época del brigadier no pasaba algo así; es que los vecinos creyeron que la civilidad había llegado para quedarse. Pero, se equivocaban.
Severino Luna había sido designado a cargo del puerto años atrás como reconocimiento a su participación en la batalla de la Vuelta de Obligado, donde perdió su pierna izquierda. Cuando el gobernador José Gálvez lo nombró decidió mudar su familia a la zona del puerto.
El Rengo Luna pasó el resto de su vida arrepintiéndose de esa decisión. Susana, la favorita, era una jovencita retraída y solitaria que malgastaba su tiempo sentada en el muelle, mirando los barcos de ultramar que atracaban, embarcaban y zarpaban desde las barrancas del Colastiné al mundo.
Al llegar la adolescencia intuyó que la única forma de ser feliz sería a bordo de un buque, y no tuvo mejor idea que transformar su grácil figura en la de un rústico marinero, de esos que observaba a diario en las tareas portuarias.
Pero corría el año 1891, Susana vivía en una sociedad conservadora que latía al ritmo de estrictas pautas religiosas. Que una jovencita pretenda lucir como un marinero era algo disonante.
Pese a ello, la familia, por puro amor admitió su cambio. La llenó de recomendaciones, pero aceptó su decisión. El Puerto de Colastiné, en la zona rural, era un lugar bastante más permisivo que la ciudad capital.
La gente del puerto, quizás por el respeto a la familia del héroe de Obligado o por la influencia de una población eventual, y siempre cosmopolita se fue acostumbrando a la presencia de Susana, la joven marinera, cada vez más ruda, más masculina.
Un día pasó lo tan temido, llegó a la capilla del puerto un sacerdote andaluz que se encargó de escandalizar a las familias de la zona con la actitud indecorosa de la hija del jefe del puerto. Desde el púlpito logró que las miradas tolerantes muden a objeción y, poco a poco, a censura.
La presión social de una Santa Fe opresiva se hizo carne y desde el poder político de la ciudad llegó la orden de destituir al jefe del puerto, relevarlo de sus funciones y, obviamente, intimarlo para que antes del invierno desaloje la casa del puerto de aguas profundas de Colastiné Sur.
El Rengo Luna, ya mayor, no estaba dispuesto a volver a la guerra. Preparó sus bártulos, su esposa, sus cinco hijos, dos nueras y tres nietos para abandonar la casa y mudarse a algún lugar alejado de la ciudad. Antes de la mudanza, la mañana de 15 de mayo de 1892, Susana desapareció.
El jefe del puerto gastó lo que le quedaba de poder para mandar a sonar las alarmas; todo el personal suspendió las intensas tareas portuarias para abocarse a la búsqueda de Susana. Hasta los embarcados desembarcaron para ayudar. A medida que el tiempo transcurría la búsqueda se fue tornando desesperada. Alguien dijo ver flotando su birrete marinero y algunas prendas en el medio del río.
Fue entonces que la expresión de las miradas cambió. Es que, no había hombre ni mujer trabajador del puerto, argentino o extranjero, experimentado o novato que se anime a subestimar el poder arrollador del agua marrón embravecida.
"(…) Apareció un marinero particular que hablaba bien castellano" | "Joven Pescador", obra de Vicente Berrueta IturraldeOtros trajeron a colación el caso de los pescadores que se ahogaron en Semana Santa cuyos restos, arrastrados por la correntada, terminaron enganchados en espineles a la altura del Puerto de Diamante.
Luego de varios días de búsqueda infructuosa el desenfreno terminó mutando a tristeza, y la tristeza en bronca. El hecho llegó a Santa Fe y la ciudad se dividió en sus opiniones.
Los conservadores hablaron de un castigo divino y lo librepensadores centraron sus críticas en un cura impiadoso. En cierto momento, las fuerzas públicas se pusieron en alerta, temerosos de una revuelta popular, pero poco a poco las aguas se fueron calmando y todos, menos los Luna, terminaron coincidiendo en el olvido.
Quince años después, cuando Colastiné había dejado de ser un lugar concurrido y las voces comenzaban a hablar del traslado del puerto a la ciudad de Santa Fe, llegó a amarras un viejo velero alemán en busca de un cargamento de quebracho y tanino proveniente de un aserradero del norte.
Entre la tripulación apareció un marinero particular que hablaba bien castellano y parecía conocer la zona como nadie.
Cuentan que se despidió de sus colegas, desembarcó al amanecer y tomo el primer tren a la ciudad de Santa Fe. La familia Luna estaba esperando. Susana Luna, de ella se trataba, desde hace años John Moon, nunca más volvió a abordar un barco, al menos de ultramar, terminó sus días cruzando en canoa a los docentes desde el puerto nuevo a la escuela de Alto Verde.
(*) Relatos literarios basados en hechos reales.