La preferencia humana por lo dulce tiene raíces biológicas. Desde los primeros meses de vida, el organismo está programado para reconocer el azúcar como una señal de energía rápida.
Investigaciones recientes muestran que el azúcar activa en el cerebro los mismos circuitos que algunas drogas. Su consumo excesivo se asocia a enfermedades cardíacas, cáncer y deterioro cognitivo. Expertos explican por qué cuesta tanto dejarlo y qué estrategias pueden ayudar.

La preferencia humana por lo dulce tiene raíces biológicas. Desde los primeros meses de vida, el organismo está programado para reconocer el azúcar como una señal de energía rápida.
En el pasado, esa búsqueda era clave para la supervivencia, pero en la actualidad, en un contexto dominado por alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas, se convirtió en un problema de salud pública.
La neurocientífica Nicole Avena, profesora e investigadora que estudia el azúcar desde hace más de 25 años, advierte que este ingrediente puede activar los mismos circuitos cerebrales que drogas como la heroína. “Nuestro cerebro no sabe si nos estamos inyectando heroína o comiendo un pastelito”, señaló en declaraciones a The Telegraph.
En sus primeros experimentos con ratas, Avena observó que los animales con acceso ilimitado al azúcar desarrollaban atracones, síntomas de abstinencia y necesidad creciente de aumentar la dosis para obtener el mismo efecto. Estudios posteriores confirmaron que en humanos también aparecen tolerancia, antojos intensos y malestar al reducir su ingesta.
El azúcar estimula la liberación de dopamina en el núcleo accumbens, un área vinculada al placer y la motivación. Ese mecanismo explica por qué resulta tan difícil limitar el consumo y por qué muchas personas buscan algo dulce incluso después de una comida completa.
Los efectos del azúcar no se limitan al cerebro. Según un análisis de 2020 publicado en European Journal of Epidemiology, consumir dos o más bebidas azucaradas al día eleva en más de un 30% el riesgo de morir por enfermedades cardiovasculares. Además, cada aumento de 250 mililitros diarios incrementa en un 4% la mortalidad.
Otros estudios muestran que el exceso de azúcar favorece la obesidad, acelera el envejecimiento de la piel, incrementa el riesgo de hígado graso, altera el microbioma intestinal y está asociado a deterioro cognitivo y demencia.
Incluso se investiga su relación con el cáncer: un estudio con más de 100.000 personas halló que quienes ingerían más azúcar tenían hasta un 60% más riesgo de tumores vinculados con la obesidad, como el de mama.
En el plano emocional, muchas personas usan el azúcar como una forma de automedicación frente a la depresión o la ansiedad, aunque esa estrategia suele empeorar los síntomas. Investigaciones también relacionan su consumo con el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH).
Para Avena, el azúcar cumple con los 11 criterios de la Asociación Americana de Psiquiatría para ser considerado una sustancia de abuso, aunque aún no tiene reconocimiento oficial como adictivo por parte de la OMS o la propia APA.
Ante este panorama, la especialista propone algunas estrategias prácticas para disminuir la dependencia:
Eliminar de la despensa productos con azúcar añadido.
Optar por comidas equilibradas con proteínas, fibra y grasas saludables.
Sustituir los postres por frutas, chocolate negro o té de canela.
Registrar los antojos para identificar desencadenantes emocionales.
Reducir la exposición en redes sociales a imágenes de comida hipercalórica.
Mantener un buen descanso para regular las hormonas del hambre.
“Cuanto menos azúcar consumas, menos antojos tendrás. Se trata de pequeños cambios graduales, como dejar de tomar azúcar en el café”, resumió la neurocientífica.




