Tres días a la semana, Manolo sabe que él vendrá.
Tras la ausencia por un accidente, el animal siguió yendo a su zona de trabajo. La empresa de limpieza reubicó al hijo del trabajador para que el perro no se sienta solo. Una historia de lealtad, comunidad y ternura.

Tres días a la semana, Manolo sabe que él vendrá.
El amigo de cuatro patas se prepara para acompañar al hombre que barre la calle. Conversan toda la mañana, entre risas y ladridos. Reciben el saludo del vecindario, que los reconoce y acompaña. Se quieren. Se nota. Y ahora, se extrañan.
Pablo Alarcón es un barrendero de 50 años que, desde hace nueve, trabaja limpiando las calles en la zona de avenida Aristóbulo del Valle, entre el Puente Negro y avenida Galicia, para la empresa Urbafe. Pero no lo hace solo. Desde hace unos cinco años lo acompaña Manolo, un perro que vivía en el barrio y quedó huérfano tras la muerte de su humano. “Lo tengo desde los cinco meses”, cuenta el barrendero.
“Yo siempre paraba a charlar con su dueño, hasta que falleció. Entonces quedó el perrito”. Ahora está al cuidado de vecinos y comerciantes del barrio María Selva. Pero su gran amigo es Pablo, el barrendero con quien se encuentra tres veces por semana y pasa el día durante la jornada laboral.
El vínculo entre un perro y su humano trasciende la simple convivencia para convertirse en una relación emocional profunda, con beneficios comprobados por la ciencia. Estudios en etología y neurociencia han demostrado que la interacción con un perro libera oxitocina —la llamada “hormona del amor”— tanto en el animal como en el humano, reforzando un lazo de apego similar al que se da entre madre e hijo.
Según expertos en comportamiento animal, esta conexión no solo promueve el bienestar psicológico del dueño —reduciendo el estrés, la ansiedad y la depresión—, sino que también impacta positivamente en la salud física, al estimular rutinas más activas y fortalecer el sistema inmunológico. En muchos casos, el perro deja de ser una mascota para convertirse en un miembro más de la familia o la comunidad, con una función afectiva, terapéutica y social irremplazable.
Esta hermosa relación, que se repite cada martes, jueves y sábado entre Pablo y Manolo, tuvo una imprevista interrupción hace unos 22 días, cuando el barrendero sufrió un accidente de tránsito mientras circulaba en moto por bulevar Gálvez y Vélez Sársfield. Pablo resultó con heridas y desde entonces guarda reposo. Tiene fracturadas cuatro costillas, una lesión en las vértebras y un hombro dislocado. “Estoy hecho pedazos —se lamenta—, pero la saqué barata”. Los médicos le indicaron que evite hacer esfuerzos por al menos tres meses más.
Una de las primeras cosas que pensó Pablo tras el accidente fue quién se ocuparía de Manolo mientras él no estuviera en las calles. Le angustiaba la distancia. “Es que él me acompaña, me trae las botellas de plástico con la boca, le doy de comer, paseamos por la avenida, los comerciantes lo saludan... Es mi gran compañero”, dice. Entonces se le ocurrió un plan.
Mientras Pablo continúa con su recuperación en su casa ribereña de La Vuelta del Paraguayo, es su hijo César, de 26 años, quien visita a Manolo y se ocupa de él. César también trabaja como barrendero en Urbafé. Lo que hizo este amigo fiel fue pedir a la empresa que le cambie a su hijo el sector de trabajo, para que pueda estar con el perro. Así, Pablo está más tranquilo, con la certeza de que Manolo lo extraña un poco menos.
En tiempos de crisis, cuando la incertidumbre y la desesperanza ocupan el centro de la escena, las historias mínimas, humanas y cotidianas se vuelven urgencia. Estos relatos de gente común, aparentemente simples, permiten reconectar con lo esencial: la empatía, la resiliencia, la ternura y la dignidad en medio del caos. Al visibilizar gestos anónimos, vínculos silenciosos o rutinas que resisten, se construye una narrativa alternativa al miedo y al desamparo. Son estos fragmentos de vida los que sostienen el tejido social y devuelven una forma de esperanza concreta, tangible, capaz de recordarnos que aún en la adversidad, la humanidad persiste.
“En la empresa todos saben de Manolo y no dudaron en tomar la decisión. Llamaron a mi hijo y le indicaron que vaya a barrer mi zona”, cuenta. “El perro lo sigue, juega con él y le mueve la cola. Debe olfatear la familia... sabe quién es”.
“Hace como siete años que estoy en la empresa, y cuando pasó esto no dudé un segundo en venirme para acá, para estar con Manolo”, cuenta César, que antes barría la zona de Esquiú y Roca. “Mi viejo lo re cuida: lo lleva a vacunar, lo desparasita, lo baña, le pone ropita”, enumera. “Sé que se quieren un montón. Ahora lo cuidamos los dos”.
“La empresa siempre nos apoyó, porque saben lo importante que es este perrito. El jefe de Recursos Humanos, los supervisores, todos están al tanto del cariño que se tienen”, agrega. “Es muy lindo trabajar así. El perro es feliz, lo tenemos gordito, te hace caso y es fiel. Es hermoso tenerlo a Manolo”.
Mientras tanto, Pablo continúa con su recuperación, ansioso por reencontrarse con su amigo. En su casa, en el distrito costero —sin nombre de calle ni número— tiene dos perros propios, otros tantos callejeros que van a comer y jugar en su patio de tierra. “A ninguno le falta comida”, dice con orgullo. “Tampoco a los cinco gatos”. El hombre de rulos, al que su abuelo apodó “Cambá”, vive en la isla y conoce bien la ciudad. Recorrió durante 15 años los barrios de Santa Fe subido al camión recolector de residuos, antes de comenzar a barrer las calles.
—¿Los días que no van a barrer la zona, con quién se queda Manolo?
—A Manolo me lo tiene una señora en un garaje. Como es vago, de la calle, no sabe estar encerrado. Lo traje varias veces a mi casa, en la Vuelta del Paraguayo, y no se queda. Es vago —repite—, quiere andar.
—¿Qué es Manolo para vos?
—Un montón —dice y se queda en silencio—. Se me quiebra la voz, amigo…
—¿Es un compañero?
—Sí, más que un compañero. Ahora que tenemos horario de invierno, empezamos a barrer a las 6 y él está ahí, esperándome. En verano, empezamos a las 5 y ya está ahí. Siempre. Siempre me esperó.
Más tarde, Pablo muestra una foto en la que le está convidando una cucharadita de helado al perro. “Nuestra parada para descansar y comer algo es la esquina de la heladería de Aristóbulo y Llerena. Pero todos los comerciantes de la avenida le dan algo y lo cuidan”, cuenta, y enumera una larga lista de negocios. “Todos lo quieren a Manolo. A la panadera le costó entender que las dos facturas diarias o el pebete que le compro son para el perro, hasta que un día salió y lo vio… y entendió todo”.
—¿Te vino a visitar?
—No, no, porque mi hijo se maneja en moto, no tiene cómo traérmelo.
—Se hace larga la espera…
—No veo la hora de subirme a un auto para ir a verlo. Porque, más allá del trabajo, por las tardes me iba a verlo. Éramos como una pareja: nos veíamos y después cada uno para su casa (risas).




